La jefa del gobierno alemán, Angela Merkel, ha conseguido un nuevo hito. Ha sido capaz de movilizar a ciudadanos de varios paises europeos contra la emigración descontrolada. La manifestación de la primera semana de febrero era la respuesta en solidadridad con el grupo alemán Pegida («Patriotas Europeos en contra de la islamización de Occidente»), que el mismo día desfilaban también en varias ciudades de su país.
Pegida existe y muestra su descontento con la política migratoria del gobierno conservador de Merkel desde hace más de un año, antes de la crisis provocada en Alemania por los asaltos sexuales contra mujeres en la última noche de 2015, llevados a cabo por emigrantes y refugiados del norte de África, según denunciaron las víctimas.
A Pegida se le tacha en ciertos sectores de organización xenófoba. La crisis de la llegada masiva de migrantes y aspitantes al asilo político en el país, han multiplicado el número de alemanes que apoyan a esta organización. Pero si Pegida es solo un movimiento sin estructura política, esas mismas razones que mueven a miles de autóctonos tiene su reflejo también en una organización política que es la única que sube en los sondeos: la AfD, «Alternativa por Alemania».
La que fuera considerada «líder de Europa», ejemplo de pragmatismo y frialdad y estricta profesora para los díscolos alumnos del sur del Viejo Continente, vive sus horas más bajas al frente de su país. A menos de dos meses de las cruciales elecciones en tres lander (estados federados), Merkel se ha visto obligada a reaccionar.
En la vertiente interior, la más peligrosa para los intereses del partido de Merkel, los cristiano-demócratas de la CDU, la jefa de gobierno ha dado un profundo giro a su política migratoria: suspensión del reagrupamiento familiar por dos años, examen individual de cada caso entre los solicitantes de asilo, ampliación de la lista de países considerados no seguros y, por lo tanto, rechazo de las aspiraciones de los ciudadanos de esas nacionaliades.
A esta serie de cifras del horror político que vive Merkel hay que añadir que ocho de cada diez alemanes consideran al gobierno incapaz de gestionar la crisis de los refugiados, inmigrantes, migrantes, o como cada uno los quiera denominar.
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En el aspecto exterior, Angela Merkel usa su mejor y más sofisticada arma: el euro. Ella y su homólogo británico, David Cameron, consiguieron concitar a representantes de más de 60 países para tratar el asunto de los refugiados. Se prometió una suma de 10.000 millones de euros para hacer frente a la crisis. Por supuesto, el país más rico de Europa – Alemania- entiende que debe contribuir con el grueso de la cifra.
Reapertura de fronteras
Merkel y sus colegas europeos gastan mucha saliva intentando hacer el boca a boca al Tratado de Schengen, que permite el libre tráfico de personas y mercancías entre sus firmantes. La realidad es que el documento está fuera de uso. Un aire de los años 70 vuelve a dibujar los mapas de Europa; la figura del aduanero vuelve a improvisadas garitas, desmontadas cuando se creía en un mundo feliz.
El «efecto llamada» del que se acusa a Merkel ha provocado el endurecimiento de las generosas políticas migratorias de los países del Norte del Continente, como Suecia y Dinamarca, y ha desesperado a otros vecinos del Sur, como Grecia. Atenas, ya obligada por Berlín y Bruselas a aplicar un régimen de recortes económicos brutales, es acusada ahora de no ser capaz de controlar eficientemente a los aspirantes al asilo, no en Grecia, sino en Alemania.
Merkel ha perdido también a los históricos «aliados naturales» de Alemania. Recordemos que el marco alemán competía con el dólar en la Europa Central previa a la caída del bloque pro-Moscú. Era un reflejo de la influencia de Alemania en la «Mitteleuropa» a la que Berlín tanto ayudó a salir del comunismo. Ahora, la República Checa, Eslovaquia, Hungría y Polonia forman el frente de rechazo a la política migratoria de Merkel. Hasta la vecina Austria hace lo posible para facilitar el paso hacia Alemania de los aspirantes al estatuto de refugiado.
Las almas ingenuas, generosas y benévolas se preguntan en Europa cómo es posible el avance espectacular del llamado populismo. Pero antes no se habían detenido a pensar que esos ciudadanos europeos que se manifiestan por sus valores: igualdad entre mujeres y hombres, laicismo y tolerancia religiosa, entre otras, no son todos «xenófobos» o «fascistas». Con estos calificativos se borraba en el pasado la preocupación de las clases más pobres, que denunciaban lo que veían cada día en sus barrios, ante la indiferencia de unas élites que nunca ponían el pie en esos guetos.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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