La búsqueda de la felicidad

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En 1984 el cineasta Louis Malle cruzó varias veces EEUU. El trabajo feroz, las promesas cumplidas o despechadas, el deseo de reinvención y el fabuloso hechizo del sueño americano convergen en la figura del inmigrante y Malle, uno de los grandes directores franceses, insumiso de la Nueva Ola, quería encontrarle un sentido histórico.

Dotarlo de un armazón humano que sorteara los condicionantes del documental/tesis, generalmente intragable, con los recursos del cine. Por su película desfilan judíos de origen ruso en Brighton Beach, una cubana muy rubia recién desembarcada, los encopetados sobrinos de un asesino nicaragüense de nombre Anastasio, un hombre apaleado por el ejército salvadoreño que había salvado el pellejo, literalmente, gracias a que cruzó el Río Grande en su silla de ruedas, un número indeterminado pero abrumador de aparceros mexicanos que entraban y salían de Tijuana a San Diego vuelta y vuelta, así como dueños de moteles indios con un altar junto al horno de la cocina, etíopes que encontraron sustento en una fábrica de lo que entonces llamábamos 'el complejo militar/ armamentístico' y hoy ha sido rebautizado —aquí y en todas partes, bajo cualquier bandera- como apostolado del Nuevo Orden Mundial y la Misión Humanitaria. También siguió con su cámara a un excoronel del ejército survietnamita empleado en Colt, donde fabricaban el subfusil M-16, y a otro vietnamita, este médico, que se ganó a sus vecinos de un pueblo en Nebraska a base de trabajar como un galeote en la consulta.

El resultado de aquel peregrinaje estrenado en 1986 se titula And the pursuit of happines. Una cinta honesta. Inteligente y perturbadora. Hay que sentarse en el sofá y agarrarse al borde para no caerse mientras escuchas en la pantalla a un político de Washington que Malle entrevista. Un político como tantos. Uno que mastica sus palabras, sus gestos, lo que dice y sobre todo lo que calla, insinúa y oculta, la insipidez intelectual y la bravuconería mental que expele, la doblez moral y esa gracia que le permite apelar con desvergüenza al mantra xenófobo. El suyo es un mejunje de asco, miedo y cintas de vídeo muy similar al que hemos contemplado en las últimas semanas respecto a la inmigración. Propio de quien con el pretexto de salvarnos salva concienzudamente su hipoteca, coche, adosado, vacaciones, pensión, etc., mediante el salvoconducto de utilizar a otros como carnaza. Los inmigrantes, insiste campanudo, no hicieron América.

El último en significarse, ayer mismo, ha sido Rick Perry, gobernador de Texas. Estima que EEUU debe blindar su frontera Sur (¿más? Muuucho más) con drones, comandos y otras escuadras y tecnologías de reconocida eficacia. Lo dice no porque haya sido imputado formalmente en una causa criminal y quiera cambiar de tema, por dios, sino porque su Sexto Sentido de Estadista, idéntico al que permitía al niño de ojos grandes ver fantasmas junto a Bruce Willis, le ha revelado que el fundamentalismo islámico amenaza con invadir Estados Unidos disfrazado de niño salvadoreño. Como gran argumento cita unos ignotos estudios que probarían que los inmigrantes indocumentados cada vez delinquen más. De trapichear con marihuana, o sea, pasaran a engrosar las filas del terrorismo. La factura, cómo no, al actual presidente, por blando. Gran idea: si la culpa de todo, incluida la ruptura de los Beatles, no es de Yoko Ono, será de Obama… y sus amigos los inmigrantes.

Para limpiar el morro de hojarasca guerrera recomiendo revisitar And the pursuit of happines, las historias reales, y no las fantasías del Conde Drácula, de millones inmigrantes que desde los Delis de Manhattan al ferrocarril que desemboca en San Francisco, de la Pequeña Italia en el Bronx a una granja en San Diego y de ahí a una clínica veterinaria en Kansas y luego al césped de una mansión en Santa Mónica o los laboratorios del MIT, constituyen la razón y el tuétano de este país portentoso incluso a pesar de los intelectuales orgánicos y políticos mediopensionistas vocacionalmente consagrados al juego del odio.

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