Releyendo a Nósov: Las aventuras de Nadasabe y sus amigos

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Con sus pantalones acampanados color amarillo, camisa naranja y corbata verde, Nadasabe era un personaje lo suficientemente colorido como para convertirse en alguien refractario al olvido.

– ¿Reconoce usted la existencia de un simbolismo en sus novelas?
– Lea usted cualquier cosa que yo escriba por el placer de leerla. Todo lo demás que usted encuentre será la medida de lo que usted mismo aportó a la lectura.
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De todos los héroes infantiles que la ficción literaria me ha regalado en esta larga vida de lector, hay uno en especial del que guardo grata memoria. Responde al nombre de “Nadasabe” (o "Nosabenada", en otra traducción) y es una creación del escritor Nikolai Nósov, quien lo hizo protagonizar una historia clásica de la literatura para niños en lengua rusa: “Las aventuras de Nadasabe y sus amigos” (1953-54), la cual devino luego en trilogía con “Nadasabe en la Ciudad del Sol” (1958) y “Nadasabe en la Luna” (1964-1965).

Con sus pantalones acampanados color amarillo, camisa naranja y corbata verde, Nadasabe era un personaje lo suficientemente colorido como para convertirse en alguien refractario al olvido. Por si ello no bastara, su holgazanería y desdén por los estudios ejercían un poderoso influjo en cualquier niño lector, el cual no tardaba en identificarse hasta la médula con aquel chiquitín capaz de usar además un enorme sombrero azul de corte mexicano que no alcanzaba a ocultar sus cabellos de erizo.

La ignorancia a la que Nadasabe debía su nombre no era tanto incultura como la inconsciencia de la niñez, ese “saber que no se sabe” en el que se funda la inteligencia. De ahí sus eternas preguntas a “Sabelotodo”, paradigma de la suficiencia almidonada y por ello menos real y memorable que su rústico amigo. De Sabelotodo, que nada pregunta, solo puede esperarse erudición; de Nadasabe, que todo cuestiona, sabiduría. La memoria forja al erudito, la filosofía al sabio.

 

Pues Nadasabe, que tantas cosas intentó –pintura, música, poesía–, es sin asomo de dudas un aprendiz de filósofo como sólo los niños pueden serlo, de esos que mediante la tenacidad y la falta de temor a equivocarse desbrozan su camino al conocimiento. Cuando en su afán de ser pintor Nadasabe descubre que algunas personas –como el doctor Pildorilla– gustan reírse de los demás, pero son incapaces de reírse de sí mismas, ello supone para él una revelación no sólo estética, sino también moral, como mismo fue una revelación que algunos se molestaran con sus versos, que en aras de la rima perfecta violentaban la realidad.

Y es que “Las aventuras de Nadasabe y sus amigos” va más allá de las divertidas andanzas de su protagonista y de su accidentado vuelo en un globo aerostático que lo lleva a descubrir un mundo nuevo; es también, en un nivel ajeno a la infancia, el reflejo codificado de una realidad, la soviética, con sus muchas contradicciones, esas que el discurso oficial reconocía pero minimizaba bajo la etiqueta de “no antagónicas”, como ese doblemente falso “no antagonismo” que se da entre Nadasabe y Sabelotodo: falso, porque el primero, a pesar de su holgazanería, es el verdadero protagonista del relato (lo que, por demás, se enuncia desde el título); falso, porque con sus gafas, traje negro y aires profesorales, Sabelotodo es cuando más un secundario de lujo, cuyo antagonismo no proviene tanto del actuar (“agon”, en griego antiguo, indica “acción”, de donde proviene la etimología de toda una familia de palabras) como de su condición de símbolo –en cuanto a plasmación de una idea– de lo socialmente establecido y aceptado.

De símbolos, pues, está poblado el ámbito de Nadasabe: desde esa idílica y utópica Ciudad de las Flores en la que vive bajo un mismo techo junto a otras 15 personas y en donde cada casa estaba rodeada de margaritas y dientes de león, hasta los reveladores nombres de algunos de sus amigos (por ejemplo, “Quiénsabe” y “Porsiacaso”); desde el escritor de Ciudad Cometa que quiere registrar subrepticiamente las conversaciones de sus vecinos con un magnetófono para captar la realidad de sus vidas y descubre que sólo profieren sonidos burlones por saber justamente que se les está grabando, hasta los avances de la mecanización que implantan Tornillito y Viguita en una ciudad vecina donde las chiquitinas no quieren verse tal como son, sino como dictan ciertos patrones estéticos, por lo que el pintor oficial de la Ciudad de las Flores no duda en complacerlas y crea plantillas que le facilitan como mercader, ya que no como artista, la resolución de retratos al portador.

Por su elegante didactismo y su extravagante héroe, releer a Nosov ha sido reencontrarse con las claves de una época idealizada por la “ostalgie” y la “soviet chic”; ha sido, asimismo, vivir el placer de la lectura de un texto huérfano de las circunstancias históricas en las que se gestó, pero a pesar de ello pródigo aún en sentidos laterales, esos que dan la medida de lo que uno aportó a la lectura y también de su contrario: de lo que la lectura, afortunadamente, le aportó a uno.

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