Trotsky y Siqueiros: del asesinato y las bellas artes

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La violencia a veces se adueña del espíritu de los creadores… ¿puede ser malvado el genio?

“En tanto que inventor del asesinato y padre del arte, Caín debió de ser un hombre de genio extraordinario. Todos los Caínes fueron hombres de genio”.
Thomas de Quincey en “Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes”.


En la madrugada del viernes 24 de mayo de 1940 una veintena de hombres alcoholizados irrumpió violentamente en una casa de la calle Viena, en Coyoacán, México. Unos vestían uniformes de policía y otros del Ejército mexicano sin ser militares ni agentes del orden, si bien compartían con ellos el rigor de la obediencia a una autoridad superior. Para aquellos falsos uniformados la orden era perentoria: asesinar a Lev Davídovich Bronstein, mejor conocido como León Trotsky, fundador del Ejército Rojo y opositor ideológico de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, mejor conocido como José Stalin.

Lo más señalado de aquel atentado no fue que Trotsky saliera ileso, pese al centenar de disparos realizados, para meses después ser ultimado bárbaramente por el catalán Ramón Mercader en cumplimiento de la misma orden de asesinato cursada por Stalin; tampoco que todavía hoy se desconozca si fue el de héroe o el de traidor el rol desempeñado por Robert Sheldon Harte, asistente y guardaespaldas de Trotsky, quien aparecería muerto un mes después de aquella incierta jornada (archivos desclasificados apuntan a que fue un agente doble de los soviéticos). Lo más señalado fue que entre aquella veintena de potenciales homicidas estuvo el notable muralista mexicano José de Jesús Alfaro Siqueiros –David Alfaro Siqueiros para la historia del arte, “Kon” o “Caballo de ajedrez”, para el espionaje soviético–, a quien sólo el azar impidió convertirse en un asesino.

La coexistencia de impulso creador y anhelo destructivo en una misma persona se me hace una de esas paradojas no por infrecuentes menos asombrosas. Tal es el caso del pintor Michelangelo Merisi (Caravaggio), cuyo carácter irascible lo llevó a matar a un tal Ranuccio Tommassoni, presuntamente por una cuestión de faldas o de deudas, el 28 de mayo de 1606; o el del francés Louis Althusser, notable teórico marxista, quien en 1980 estranguló a su cónyuge en un estado de “confusión mental” o “delirio onírico”; o la famosa cuchillada del novelista estadounidense Norman Mailer a su esposa Adele en 1960, quien vivió para contarla en su autobiografía “La última fiesta”. En los casos referidos se acredita lo imprevisto de los hechos, que no los justifican; para David Alfaro Siqueiros ni siquiera existe esa torpe defensa.

Resulta curioso, por demás, que en sus “Memorias” (Grijalbo México, 1977) el pintor asegure que su participación se limitó a “inmovilizar a la defensa exterior de la casa de Trotsky, constituida por 35 policías mexicanos armados de máuseres y que cumplí adecuadamente con ese objetivo”, así como que afirme en ellas que con el fin de aportar pruebas para la revocación del permiso de asilo otorgado a Trotsky por el presidente Lázaro Cárdenas, la incursión armada buscaba “apoderarse de toda la documentación posible, pero evitando hasta lo máximo cualquier derramamiento de sangre” y que en caso de no lograrlo se irían “antes de matar o herir a nadie, aunque haciendo el mayor escándalo posible con las armas de fuego”.

Parece evidente que lo primero es una minimización a destiempo a pesar de su carácter probable; lo segundo, empero, resulta de una sutileza vergonzosa para alguien que nunca renunció a su militancia comunista ni ocultó su participación en un hecho que le supuso –siempre según sus “Memorias” –, “la pérdida de fuertes cantidades depositadas por concepto de caución y una ofensiva infamante de carácter de escala internacional”.

Dice el proverbio que no hay peor juez que la propia conciencia, se oculta que es también la mejor de las defensas que se puede conseguir sin pago alguno. Y si bien Siqueiros y Ramón Mercader fueron hijos de su época y sus circunstancias, no hay forma de ocultar que sus crímenes (vano intento uno, terriblemente consumado el otro) resultan un lamentable ejemplo de lo que puede engendrar la asunción al extremo de doctrinas políticas (o religiosas) de cualquier signo. El actuar de ambos, de muchos otros de pareja estirpe, evoca al de aquellos fanáticos bebedores de hachís (“has-hishin”, de donde proviene la palabra “asesino”) que servían incondicionalmente a los propósitos criminales del “Viejo de la Montaña” (un título, no una persona individual). El fanatismo es el mismo, la sumisión ciega a una jerarquía; sólo cambia de nombre el motor que “psicoactiva” la conducta.

Cuentan que al final de sus días, Ramón Mercader le confesó a su hermano Luis que “si antes de ir a México hubiese leído los libros de Trotsky que leí en la cárcel, creo que no lo hubiese matado […]”. David Alfaro Siqueiros, en cambio, jamás se arrepintió de su actuar al que calificó como “uno de los mayores honores” de su vida. Ello no lo resta méritos como artista, pero lo empequeñece como hombre. Es cierto que él arte e ideología, creación y compromiso social se fusionaron indisolublemente, y que su militancia comunista lo llevó a participar en la Guerra Civil Española junto al bando republicano como mismo había luchado en el Ejército Constitucionalista durante la Revolución mexicana cuando apenas si era un adolescente; pero si morir por un credo acaso sea sublime, matar por él a sangre fría, de modo premeditado y aleve, será siempre un exceso deleznable sin distingo de ideologías ni justificaciones circunstanciales. A fin de cuentas, como escribiera en magnifica humorada Thomas de Quincey “si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”.

 

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