El Sueño americano hecho realidad entre los escombros de las torres gemelas

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Desde “Ventanas al mundo” de Nueva York se podía contemplar las aguas calmadas de la bahía del río Hudson, los blancos buques que se dirigían al océano y la sombra de la Estatua de la Libertad que levantaba hacia el cielo su antorcha, pero, vista desde arriba, parecía tan pequeña como una estatuilla de porcelana.

Desde “Ventanas al mundo” de Nueva York se podía contemplar las aguas calmadas de la bahía del río Hudson, los blancos buques que se dirigían al océano y la sombra de la Estatua de la Libertad que levantaba hacia el cielo su antorcha, pero, vista desde arriba, parecía tan pequeña como una estatuilla de porcelana.


Una red de restaurantes bajo el romántico nombre de “Ventanas al mundo” (“Windows”) estaba situada en las plantas 106 y 107 de la Torre Norte del Centro de Comercio Mundial y, además de los clientes “cuellos blancos” de las oficinas cercanas solían pasar por allí turistas venidos del mundo entero para mirar, hechizados, a Manhattan desde el mirador de la Torre.


El personal de las “Ventanas” ofrecía a sus visitantes una cocina multiétnica y era famoso por poder atender a los clientes en un sinnúmero de lenguas: árabe, español, coreano, polaco, japonés y ruso, entre otras. Pero no porque allí trabajaran unos políglotas, sino porque llevaban su uniforme representantes de 80 nacionalidades.


La historia de las “Ventanas al mundo” no tiene que ver únicamente con la tragedia del 11 de septiembre, sino también con un ejemplo de cómo se iba recuperando el Bajo Manhattan, reducido literalmente a la nada, y de cómo iban sobreviviendo los neoyorquinos de a pie que no tenían ni pólizas de seguridad, ni propiedades ni cuentas bancarias.


Una simple coincidencia


“Mi mejor amigo Abdul Kerim Traori me preguntó, ¿me puedes sustituir el domingo? Y yo te sustituyo el martes, es que los domingos se ganaba un dinerillo, tocando guitarra. Y le dijo, hombre, claro”, recuerda Siku Sibu. Los dos amigos eran emigrantes de la Costa de Marfil y juntos habían empezado la dura vida en Estados Unidos, compartiendo durante 6 años un cuartucho y dejando su puesto de limpiezas y asistentes de cocina, para llegar a ser cocineros. “Era como un hermano para mí”, explica el carácter de su amistad Siku.


El martes, 11 de septiembre de 2001, al estrellarse a las 8.42 el primer avión secuestrado por los terroristas contra la Torre Norte del Centro de Comercio Mundial, en las “Ventanas”, el restaurante que a más altura se encontraba de toda la ciudad, solían servir el desayuno. Al Siku lo despertó la mujer de su amigo Abdul que fue la primera en ver en la televisión las imágenes de una de las Torres Gemelas envuelta en llamas y humo.


Empezó a llamar a su amigo al móvil y luego a los dos teléfonos fijos en la cocina del restaurante. El teléfono estaba funcionando, pero nadie le contestaba. Luego  la línea se cortó y vieron por la televisión, como el rascacielos se venía abajo. No se podía creer que Abdul hubiera muerto. Los veteranos de las “Ventanas” habían sobrevivido el atentado de 1993 y a menudo contaban a los nuevos sobre el camino de la salvación que hicieron por las escaleras desde 200 metros de altura.


Aquel martes lo pasaron buscando a Abdul en los hospitales, rezando para que estuviera vivo. “Unos 6 meses después, al quitar los escombros encontraron una cartera que contenía el carnet de identidad de Abdul, algunos recibos y 50 dólares. Le quitaron el polvo y la piel de la cartera ni siquiera estaba rayada, pero él desapareció sin dejar rastro”, cuenta Siku.


Al día siguiente decidió que había que pasar por el trabajo y pedir un día libre, para poder seguir con la búsqueda de Abdul. Y sólo entonces Siku se dio cuenta de que no tenía ya adonde ir: había perdido el trabajo y a todos los amigos que eran para él como una segunda familia. El domingo, siguiendo una tradición que tenían, todavía habían estado jugando al fútbol en el parque y dos días después, además de él, no quedaba nadie del equipo multiétnico de las “Ventanas”.


“Lo entendí sólo el miércoles”, cuenta Siku, hoy director del restaurante Colors, situado en la tranquila Lafayette Street en el Bajo Manhattan y abierto 5 años después del atentado del 11-S. Allí encontraron sus puestos de trabajo aquellos antiguos empleados de las desaparecidas “Ventanas” que también por puro milagro sobrevivieron en el atentado. Se unieron para rendir homenaje a quienes tuvieron una muerte terrible en un edificio en llamas. La Torre se derrumbó en el minuto 102 después de que el avión se estrellara contra ella, pero la gente que se encontraba en las plantas altas no podía salvarse a causa del incendio que ardía en el edificio. De los 73 empleados de “Ventanas” que salieron a trabajar aquel 11 de septiembre, ninguno quedó con vida.


La difícil tarea de sobrevivir


Durante el primer año después de la tragedia Siku trabajó como taxista. No quería ni podía formar parte de una nueva familia, porque precisamente de esta manera había visto a sus compañeros de trabajo este emigrante de África que se había venido a una ciudad grande y desconocida y se había encariñado profundamente con el restaurante “Ventanas” y con la gente que allí trabajaba. Tenía miedo de cogerle cariño a alguien más y a volver a perderlo.


Pero luego le llamó gente del restaurante que también sobrevivió en el atentado y le pidió ayuda. Primero se reunían, para compartir las experiencia de supervivencia: las Torres Gemelas fueron destruidas dos días antes del día de la paga, la única fuente de ingresos para la comunidad laboral que se vino a Estados Unidos, buscando una vida mejor. Toda la documentación había sido destruida en el incendio y hubo que acudir a diferentes organismos para renovarla. Resultó que muchos de los amigos de Siku no tenían contratos oficiales ni derecho de trabajar, ni siquiera permiso de residencia en EEUU. La viuda de su amigo Abdul Kerim Traori y sus tres hijos también eran inmigrantes ilegales.


“La gente me pedía ayuda y empecé a ayudar, a reunir datos sobre mis antiguos compañeros de trabajo, a visitar a sus familias y a escuchar sobre sus desgracias. Veía el dolor de quienes habían perdido a sus familiares, pero no tenían problemas materiales, porque el Estado les había indemnizado con creces. Sin embargo, veía desesperación en las caras de los supervivientes al atentado que no tenían ni con que comprarse un trozo de pan”, recuerda.


Aquel 11 de septiembre perdieron su trabajo casi 500.000 personas que trabajaban en el Bajo Manhattan, 18.000 de empresas pequeñas quedaron en bancarrota. El PIB anual de la capital de negocios se redujo en 2001 en unos 27.000 millones de dólares. Siku y sus compañeros empezaron a preparar demandas judiciales, intentando conseguir que fuera legalizada la situación de los empleados de las “Ventanas al mundo”. Algunos casos tuvieron un final feliz como el de la viuda de Abdul Traori, Nadidhzatu, que ganó el juicio y consiguió el visado como víctima de un crimen. Su historia salió en muchos diarios del país, incluido “The New York Times”.


“Mi hijo me pregunta, ¿quiénes son estos hombres malos que han matado a mi padre?”- citaban los periódicos las palabras de la mujer sobre su hijo de 6 años de edad. Traori con ganar el juicio sentó un precedente para otros empleados de las “Ventanas”. Fue así como surgió su primer y de momento único en Estados Unidos proyecto, sindicato de empleados desprotegidos de los restaurantes “Centros unidos de posibilidades en los restaurantes” (“ROC-United” por sus siglas en inglés). El objetivo inicial del Centro era respaldar a los suyos, pero posteriormente la asistencia se expandió a todos los compañeros de oficio.


«Después del choque y de la soledad que sufrí, me di cuenta de que la gente me necesita y de que yo la necesito a la gente. Tenemos que ayudarnos», cuenta el líder del sindicato. Se vieron unidos por la tragedia, pasaron por el trauma, el dolor y la desesperación. Cocineros y camareros de “Ventanas al mundo” se convirtieron primero en defensores de sus propios derechos y luego de los derechos de sus compañeros de trabajo. A partir del año 2008 el sindicato se transformó en una estructura nacional que une a más de 8.000 personas por todo el país y es encabezada por el ex asistente de cocina, Siku Sibu.


La unión del proletariado del sector de la comida rápida


En Estados Unidos cerca de 10 millones de personas trabajan en el sector de los servicios, exactamente en restaurantes , principalmente, en pequeñas cafeterías y establecimientos económicos de comida rápida. Es un trabajo agotador y mal pagado que apenas aceptarían los estadounidenses que se valoran bastante más.


Precisamente así empieza el “sueño americano” para los emigrantes de los países pobres. Los asistentes de cocina suelen caer víctimas de conductas indebidas, engaños y explotación laboral. En un país, donde los sindicatos luchan a brazo partido contra los contratantes, aunque sea en detrimento de sus propios intereses, tan sólo el 1% de los empleados del sector de la restauración están unidos en agrupaciones profesionales.


Primero los antiguos empleados de las “Ventanas al mundo” crearon puestos de trabajo para ellos mismos, abriendo un restaurante propio. Tardaron años en conseguir un préstamo de 2 millones de dólares con este objetivo: los bancos no se fiaban demasiado de un puñado de cocineros en paro que se ganaban la vida con trabajos esporádicos. Sin embargo, en 2006 el restaurante fue inaugurado y su casi única decoración son los mapas del mundo. Cinco continentes están cubriendo las paredes del establecimiento y los tabiques de cristal que separan las mesas del bar.


“Di al restaurante el nombre de “Colors” en honor de la Patria de los fallecidos en el atentado. Y su Patria era todo el mundo”, indica Siku con un gesto el mapa de la pared.- Trabajó en “Ventanas” una chica rusa, Marina”.


El proletariado del sector de la comida rápida no tiene dinero para abogados y a menudo no tiene otro futuro que no sea trabajar de sol a sol por un sueldo mísero. Estudiar para barman o chef cuesta demasiado caro en Nueva York. Pero ahora los empleados del “McDonald´s” y otras cadenas de comida rápida reciben la oportunidad de estudiar gratis en “Colors”. El sindicato logró que la ciudad le concediera una beca y lanzó un curso de 6 meses de duración que enseña técnicas de conseguir el ascenso. Durante 4 meses se imparten clases profesionales y durante 2 meses se forman hábitos psicológicos: la manera de redactar un currículum, de portarse durante una entrevista de trabajo, de pedir un aumento de sueldo, de reaccionar ante la indicación del jefe de fregar el suelo, como si uno fuera del servicio de limpieza.


“Colors” es un sitio muy liberal, nada elitista, aquí vienen estudiantes, operarios de la obra, carteros y otra gente que sabe aprovechar cada dólar. Se puede comer por unos 5 dólares, el plato más caro que tiene la carta, pollo al estilo marroquí, cuesta 9 dólares. Lo prepara Ali, uno de los primeros estudiantes de la “Escuela de oportunidades en el sector de la restauración”, que antes trabajaba de asistente de cocina en una cafetería cerca de las Torres Gemelas.

 

“No nos planteamos el objetivo de hacer mucho dinero. No es un negocio, más bien, una misión”, explica Sibu. Aunque también hay que pensar en el aspecto financiero, alquilando el local durante las “horas muertas” a una modesta escuela de baile que no tiene donde ensayar. No obstante, este restaurante-cooperativa que pertenece a partes iguales a todos sus empleados, el personal sobreviviente de las “Ventanas”, paga sin demoras el préstamo y hace poco, adquirió con sus ganancias el 40% de los activos del inversor italiano del proyecto. ROC ayudó a abrir varios restaurantes-cooperativas en Nueva York y Detroit y se dedica a análisis científico de la situación en un sector con una facturación equivalente a unos 1.7 billones de dólares.


En vez de retratos de famosos que han cenado aquí en cierta ocasión, tan típicos en los restaurantes de Manhattan, en las paredes del Colors cuelgan imágenes de acciones de protestas, organizadas por ROC para defender los derechos de los miembros del sindicato. Aparece gente con gorros de cocineros durante flashmobs y acciones de protesta bajo las pancartas tipo “¡Ladrones, devolved el sueldo!” cerca de uno de los restaurantes locales, donde los gerentes intentaban engañar a los camareros.


“¿Y qué es lo que hay que hacer, si tu jefe te manda fregar el suelo, como si fueras del servicio de limpieza?”, le pregunto a Siku. -¿Qué es lo que hay que hacer?, sus cejas se alzan en sorpresa, -fregar, por supuesto. Muchos chefs de restaurantes empezaron su vida en Nueva York igual que yo, pelando 6 cubos de patatas al día. Fregad, sin esperar que vuestro jefe os lo mande, sólo así se puede hacer carrera. Estamos en Estados Unidos, se ríe Siku Sibu, quien llegó a Nueva York, sin saber hablar inglés.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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