La interminable “guerra contra el terror” o ¿Por qué los americanos se exponen de nuevo?

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Todo el mundo contempló durante varios días de septiembre de 2001 las imágenes de CNN con las torres gemelas de Nueva York viniéndose abajo, cuadro al que se adjuntaba un encabezamiento movilizador, a tono con el ánimo mayoritario: “Ataque contra América”.

Todo el mundo contempló durante varios días de septiembre de 2001 las imágenes de CNN con las torres gemelas de Nueva York viniéndose abajo, cuadro al que se adjuntaba un encabezamiento movilizador, a tono con el ánimo mayoritario: “Ataque contra América”. Poco después, el presidente George W. Bush iniciaba lo que recibiría luego el nombre de “guerra contra el terror”.

El repertorio de medidas específicas contra la siniestra Al Qaeda derivó en un par de guerras auténticas, varias operaciones bélicas (“iniciativas”) en continua marcha y un sinfín de acciones sueltas para eliminar a cabecillas clandestinos del terrorismo internacional.

El mundo se va acostumbrando a vivir en medio de una batalla sin frente, en la que el próximo ataque puede producirse en cualquier parte y en cualquier momento, ya sean terroristas sus autores o quienes luchan contra ellos. Presenciamos la construcción de un nuevo orden internacional sin entender aún adónde nos llaman sus arquitectos.

Les haces salir por la puerta y vuelven a entrar en la ventana

Diez años después difícilmente podemos dar por derrocada a Al Qaeda aunque la fuerte presión sobre su cúpula fue debilitando poco a poco los vínculos verticales, lo que derivó en la formación de toda una serie de estructuras regionales autónomas.

Mientras EEUU vigilaba los menores deslices de Bin Laden y Rusia se empeñaba en aplastar el extremismo norcaucásico, frondoso desde finales de los 1990, fue cobrando vigor la rama yemení de los terroristas, y ahora, tras la caída de Hosni Mubarak, podrán respirar también a pleno pulmón sus compinches egipcios.

También resuena cada vez más Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), antiguamente Grupo Salafista para la Predicación y el Combate, el brazo armado de los islamistas argelinos que actúan en Sáhel estorbando el sueño de gobernantes norafricanos.

Basada desde un principio en la máxima dispersión de células terroristas, Al Qaeda está en proceso de transformación que podría acabar del todo con el control jerárquico para pasar a una fase de marca paraguas. Planea durar mucho más que su padre fundador, Bin Laden. Ya es una mescolanza de grupos variopintos que prácticamente no dependen de un Centro convencional aunque sí profesan valores similares.

La tenebrosa oleada del extremismo religioso tropieza con otra, bastante desagradable, que viene de respuesta desde Washington. Está más o menos claro cómo EEUU responde a los retos de “la Internacional terrorista”. Lo que aún tiene por decidir es cómo afrontar el creciente descontento mundial con su actuación arbitraria.


Exponerse al fuego de las críticas

La ardua batalla de EEUU contra el terrorismo va seguida por una larga estela de críticas y escándalos que afectan los más variados aspectos del actual orden internacional: empezando con las categorías filosóficas como injerencia en los asuntos internos, o  intervención bajo el pretexto de destruir armas de exterminio masivo que nunca existieron en realidad, y terminando con  episodios muy específicos, como las torturas en la cárcel Abu Ghraib o los crímenes cometidos por agentes de la empresa de seguridad Blackwater.

El desparpajo de los americanos fue objeto de burlas cáusticas primero (“EEUU respondió con ataques aéreos contra quien sea en respuesta a los atentados cometidos por no se sabe quién”), y de una irritación velada después, cuando se hizo claro que todo ello va para rato. También generó recelos perfectamente justificados entre países que no están bajo protectorado estadounidense y son incapaces de defenderse contra injerencia externa. Parecía que Washington se estuviese exponiendo a las lenguas malévolas del mundo entero.

Luego llegó la segunda avalancha de críticas. Cuando trascendieron a la luz pública los abusos en Guantánamo, la existencia de cárceles secretas de la CIA en la Europa del Este y los crímenes de agencias de seguridad privadas, se sumaron al coro del descontento los “amigos”: defensores de derechos humanos, periodistas escépticos y organizaciones no gubernamentales. Y cuanto más grandes parecían los “gajes del oficio”, más arreciaba la presión sobre Washington.

Curiosamente, toda la manada empieza a copiar las mañas del macho alfa. Francia y Gran Bretaña montaron de forma demostrativa una reedición del “guión iraquí” en Libia y ya empiezan a cosechar frutos que podrían colocarles ante la necesidad de crear una especie de “fuerza multinacional de asistencia a la seguridad” en el territorio de este país norafricano, además de provocar una oleada de críticas, ante todo, internas.

Beneficiados por la guerra

Una comisión del Congreso de EEUU reveló a principios de este mes flagrantes casos de incompetencia y malversación - por valor de más de US$30.000 millones, según un cálculo modesto, o hasta el doble, según las estimaciones más atrevidas – durante la gestión de fondos por valor de US$206.000 millones destinados a la financiación de obras de contratistas privados, principalmente, en Irak y Afganistán.

El informe de la comisión plantea uno de los temas más dolorosos para la Casa Blanca en el último decenio: la creciente implicación de empresas de seguridad privadas en el ejercicio de  algunas funciones que eran tradicionalmente prerrogativa de instituciones  públicas. Los autores del documento formulan el problema en términos estrictamente financieros: ¿Acaso no es un derroche mantener un contratado por cada funcionario público (que en Afganistán e Irak suman hasta 260.000)?

Pero el asunto tiene también otra dimensión que ya dio pie a intensos debates (en particular, en los grupos de trabajo de la ONU) sobre el marco de legitimidad y responsabilidad de las empresas de seguridad privadas, así como la diferencia entre éstas y los triviales mercenarios proscritos tras el mangoneo de los años 1960-1970 en el África.

Los Estados que desarrollan operaciones activas en el Tercer Mundo difícilmente podrán prescindir de servicios contratados: por un lado, debido a la escasez de personal propio, y también porque no les conviene implicarse en ciertas aventuras ondeando la bandera nacional. Uno puede luchar contra el negocio militar privado  todo lo que quiera pero es precisamente la “guerra contra el terror” la que ha demostrado la creciente demanda de tales servicios por parte de entidades públicas.

Eso sí, ha terminado ya la “edad de oro” para los contratados. Ellos cobraban fácilmente 1.000-1.500 dólares diarios en Irak (¡soldados rasos!), mientras que muy pocos colegas suyos del Ejército estadounidense llegaban a ganar tanto en una semana de impecable servicio en zona de combates.

La crisis económica y el aumento de la oferta (entre otras cosas, por la visible fuga de militares a empresas de seguridad privadas) acabarán por mermar esas ganancias pero el negocio como tal sobrevivirá.

Esas familiares consignas…

Sólo un abúlico no habrá escrito en los 1990 sobre la crisis del sistema de Yalta y el de Westfalia. Desde el colapso del mundo bipolar, todas las operaciones militares de Washington, especialmente, la de Yugoslavia en 1999, provocaron críticas, lamentos y reflexiones.

Sin embargo, todo indica que la “guerra contra el terror” se ha convertido realmente en la primera tecnología político-militar sostenible y operativa que está a punto de acabar con la sacra intangibilidad de la soberanía nacional, concepto fraguado en las mentes de estadistas y gente llana a lo largo de siglos.

Ha calado lo suficientemente hondo para ello, aparte de que resulta bastante cómoda para encubrir todo un abanico de acciones cuya esencia, en las relaciones internacionales de estilo antiguo, sería interpretada inequívocamente como injerencia en los asuntos internos de Estados soberanos.
El carácter permanente de esa “guerra contra el terror” es consecuencia de lo diluidos que son los criterios de la victoria, a pesar de que aparentemente hay objetivos claros y razones férreas. Las consignas de “la ulterior escalada de la amenaza terrorista” son casi tan familiares como las viejas tesis sobre el continuo incremento de la lucha de clases. No está del todo claro por qué va en aumento ni cuándo terminará todo ello pero es evidente que uno ha de prepararse para lo peor.

De hecho, estamos en presencia de un remolcador que arrastra la inerte maquinaria del derecho internacional desde el puerto de costumbre a un mar que está agitado y en el que no se sabe cómo ni adónde navegar.

En ese sentido, los americanos se han expuesto por tercera vez: no sólo actúan como enemigos del extremismo internacional e infringen los derechos humanos y las libertades en su actual interpretación euroatlántica sino que también atentan contra las bases del orden internacional a cuya creación contribuyeron con bastantes esfuerzos en el pasado.

Si el decenio de la “guerra contra el terror” ha demostrado algo con precisión, es la infinita soledad del líder global empeñado en acondicionar metódicamente, a partir de un diseño que nadie más entiende, un mundo que se le resiste con coces desesperados.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENRE CON LA DE RIA NOVOSTI

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