El tigre y la jaula

© Foto : Archivo del autorMarc Saint-Upéry
Marc Saint-Upéry - Sputnik Mundo
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Tal vez una de las mejores descripciones del dilema egipcio de la Casa Blanca se debe al diplomático y periodista Leslie H. Gelb, ex funcionario del presidente Jimmy Carter, cuando escribió que el gobierno estadounidense debería ser perdonado “por no saber si era mejor cabalgar el tigre o tratar de devolverlo a su jaula.”

Tal vez una de las mejores descripciones del dilema egipcio de la Casa Blanca se debe al diplomático y periodista Leslie H. Gelb, ex funcionario del presidente Jimmy Carter, cuando escribió que el gobierno estadounidense debería ser perdonado “por no saber si era mejor cabalgar el tigre o tratar de devolverlo a su jaula.”

Hubo momentos incómodos a finales de enero, cuando Hillary Clinton habló de la “estabilidad” del régimen de Mubarak y el vicepresidente Joe Biden explicó que el jefe de Estado egipcio no podía ser tachado de dictador ya que era un aliado fiel y un amigo de Israel.

La arrogante idiotez de los poderosos,  combinada con décadas de ceguera geoestratégica y de apoyo incondicional a cualquier cosa que diga o que haga Tel Aviv, basta para explicar comentarios tan desastrosos. Pero tenemos que reconocer que la administración de Obama corrigió el tiro con relativa rapidez. Según los iniciados, después de algunos manotazos de ahogado, alrededor del 30 de enero, los funcionarios estadounidenses finalmente entendieron que el tigre nunca volvería a su jaula.

El discreto esfuerzo para despedirse de Hosni Mubarak sin que eso se parezca demasiado a una traición descarada es poco elegante, pero es probablemente la solución “menos peor” para una superpotencia que no sabe como salirse de apuros en Oriente Medio. Refleja también el típico deseo de Obama de ser amigos con todos, el dictador, su sanguinario aparato de seguridad, la  jerarquía del ejército –con su prudencia indescifrable– y el pueblo insurrecto. Por supuesto, nada garantiza que esta táctica funcionará sin problemas.

La metáfora del tigre también tiene sus límites. Evoca demasiados presupuestos tácitos sobre el espantapájaros preferido de Occidente: la temida “calle árabe”. Uno de los efectos más impactantes y duraderos de las rebeliones de Túnez y Egipto podría ser un cambio radical en el imagen de las masas árabes en el resto del mundo.

Eso no ha de gustarle a algunos. ¡Cómo! ¿Nada de turbas sedientes de sangre escupiendo su odio por “nuestras libertades” y quemando banderas de Estados Unidos? ¿Chicos barbudos y sin barba en marchas solidarias? Mujeres con velo y sin velo protestando juntas contra la tiranía? Abogados constitucionalistas, blogueros sofisticados y combativos sindicalistas dándose la mano con buhoneros vestidos de galabiya y devotas amas de casa? Eso sí que es insólito.

La revolución democrática árabe no está solo sacudiendo las barras de la jaula inhumana edificada por los modernos faraones; casi sin querer, está derribando un muro de prejuicios. Por supuesto, no hay que pasar demasiado rápido de la satanización al idilio. Oriente Medio abunda en contradicciones entre clases, comunidades y generaciones, y no faltan los empresarios del odio entre políticos y ideólogos de la región.
Sin embargo, la lenta acomodación entre aspiraciones seculares y resurgimiento religioso es un hecho. Prueba de esto, en el ámbito de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, existe una colaboración creciente entre varios sectores del centro liberal, de las izquierdas y del islamismo en Túnez, Egipto y Jordania.

Este proceso de aprendizaje democrático puede encontrar obstáculos, pero mucho depende también del actitud de los principales poderes exteriores. ¿A qué sirve predicar la soberanía popular y el Estado de derecho si uno hace excepciones cuando Hamas, Hezbollah o los Hermanos Musulmanes ganan demasiados votos en elecciones regulares? Este tipo de doble moral luce pésima en una región que ya tiene muchos rencores coloniales y poscoloniales justificados contra Occidente.

Diplomáticos “realistas” y autócratas locales siempre percibieron la “calle árabe” como  un problema. En el trascurso de las protestas tunecinas y egipcias, con su bajísimo nivel de violencia y sus extraordinarias muestras de disciplina espontánea, auto-organización y espíritu cívico, el despreciado populacho demostró que era parte de la solución. Las  brutales provocaciones de los matones de Mubarak sólo tratan de ensuciar esta imagen pacífica. “Queremos proteger este país, ellos quieren destrozarlo”, explicaba una joven universitaria a un extranjero asombrado por la eficiencia del mantenimiento del orden y de la recolección de basura entre los manifestantes de la plaza Tahir.

Desde las reformas de Muhammad Ali en el siglo XIX, Egipto ha sido a menudo un símbolo de progreso, ilustración y experimentación social en el mundo árabe. Ver su país reducido al estado de régimen pretoriano de tercer orden y fantoche de la triple alianza entre Washington, Tel Aviv y Riad es una de las cosas que más hiere el orgullo de los egipcios pensantes.

Hace unos años, cuando se le preguntó porqué Egipto había perdido su posición en el centro de la cultura y del pensamiento árabe, y cómo revertir este ocaso, el poeta popular Ahmad Fouad Negm contestó: “Egipto es una vela sumergida en el río. Cuando la tierra se oscurece, Egipto sale del río y alumbra el mundo.”

Esta luz volvió a arder, y no será fácil apagarla.

 

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*Marc Saint-Upéry es periodista y analista político francés residente en Ecuador desde 1998. Escribe sobre filosofía política, relaciones internacionales y asuntos de desarrollo para varios medios de información en Francia y América Latina entre ellos, Le Monde Diplomatique y Nueva Sociedad. Es autor de la obra El Sueño de Bolívar: El Desafío de las izquierdas Sudamericanas.

 

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