El multimillonario empresario obtuvo 3,8 millones de votos, más que los que se llevó su predecesora en el cargo, Michelle Bachelet, en la segunda vuelta de 2013. Sumó 860.000 sufragios con respecto a la primera ronda, a los que habría que descontar el medio millón que teóricamente le transfirió José Antonio Kast, el candidato de la extrema derecha nostálgico del pinochetismo. En total, consiguió más de nueve puntos de diferencia (54,5% a 45,4%) sobre su oponente, el candidato de la izquierda Alejandro Guillier. La distancia entre ambos fue superior a la esperada por los politólogos y las encuestas.
Lo cierto es que subió la participación electoral, pero ese hecho benefició más a la derecha. En Chile el voto ya no es obligatorio, como en otras naciones latinoamericanas, sino voluntario y por eso mismo las cotas de abstención fueron bien altas, superando de nuevo el 50% del censo. Finalmente, siete millones de personas acudieron a votar, medio millón más que en la primera cita celebrada el 19 de noviembre.
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Piñera venció porque supo estimular a su electorado, e invitó a sus partidarios a convertirse en apoderados durante la jornada de votación en los colegios electorales. Eso motivó a muchos. También, y eso es igual de importante, logró disuadir a simpatizantes de izquierda que al final decidieron no salir a depositar su papeleta por la falta de carisma de Guillier o por el rechazo que les inspiraba la política de Bachelet.
Guillier no fue barrido del mapa porque pasó de acaparar 1,5 millones de votos a 3,1 millones, pero los números, al fin y a la postre, resultaron insuficientes. Faltó unidad y energía.
En cualquier caso, este inesperado resultado demuestra claramente que el giro a la derecha es de fondo y que este grupo tiene un techo mucho más alto del que se pensaba en un país dominado hasta ahora por el centro izquierda.
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De ahí que ciertos analistas chilenos ya hablen eufóricos de que estos comicios presidenciales significaron un hito histórico comparable al triunfo del No en el referéndum de 1988 que impidió que el general Augusto Pinochet se perpetuara en el poder otros ocho años más, lo que permitió abrir las puertas a la democracia.
¿Qué cambios se producirán? Piñera, en la recta final de la campaña, había aceptado indirectamente la polémica gratuidad de la educación universitaria que promovió Bachelet. El presidente electo, que no tiene mayoría en el Parlamento, necesitará el apoyo de diputados progresistas moderados para sacar adelante sus leyes. Eso puede garantizar un escenario tranquilo. O no. Miren a la vecina Argentina, donde se están produciendo manifestaciones delante del Parlamento.
Es obvio que no continuarán ni se profundizarán las reformas introducidas durante la gestión de Bachelet, cambios que aportaron un pronunciado toque social a la liberalizada economía chilena —reforma fiscal, gratuidad de la enseñanza universitaria, proyecto de reforma constitucional, sistema de jubilación público—. Piñera y su alianza Chile Vamos impulsarán, por el contrario, medidas mucho más liberales, medidas que buscarán el recorte del gasto público con el objetivo de recuperar la senda de la fuerte expansión, pero a costa de los más desfavorecidos. El frenazo parece inevitable.
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Piñera construyó el eje de su programa de gobierno en el fomento de la austeridad fiscal mediante una reasignación presupuestaria "de programas mal evaluados", que supondrían un ahorro de unos 7.000 millones de dólares como plataforma desde la que propiciar un sólido crecimiento económico. Esa reasignación puede suponer una amenaza para el futuro de proyectos de inversión pública.
En el plano social también habrá reformas. Por ejemplo, Piñera, que profesa la religión católica, ya dijo que era proclive a introducir modificaciones en la legislación que actualmente regula el aborto, un tema muy controvertido en Chile.
En resumen, el progresismo cede más terreno todavía en el continente americano. Sin pausa. Y esa tendencia preocupante puede impedir que se alcancen mayores cotas sociales en aras del expansionismo económico y los ajustes financieros. Ya lo estamos viendo esto en Brasil, donde hace un año asumió el control un gobierno de centro derecha encabezado por Michel Temer tras el juicio político que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff, cuyo Partido de los Trabajadores controlaba el poder ejecutivo desde 2003. Y en Argentina ocurrió algo muy parecido poco antes, en 2015, al concluir la larga hegemonía de izquierdas que representaba el matrimonio Kirchner.
Las causas de este cambio de signo son múltiples, pues incluyen las económicas (fin del boom de las materias primas), las políticas (escándalos de corrupción, desgaste en la gestión) pero también las sociales (pragmatismo y desencanto ciudadanos). Analizar estas razones y otras más ocultas supone un ejercicio de reflexión doloroso pero necesario para encontrar soluciones viables.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK