El hombre que se inmoló en el metro de San Petersburgo se llamaba Akbaryón Yalílov. Tenía 22 años, era de origen uzbeko, había nacido en Osh, la segunda ciudad de Kirguistán, y poseía la nacionalidad rusa desde hacía tiempo.
Situada en el pleno Valle de Ferganá, y muy próxima a la frontera con Uzbekistán, la ciudad kirguís de Osh es un lugar bastante complicado para vivir, no sólo ahora, sino desde hace más de 20 años.
Ante las dificultades económicas un número cada vez mayor de personas está tomando refugio en Kirguistán en la religión. El Islam se ha convertido allí en un factor esencial de la vida pública desde el final de la era soviética. La explosión religiosa es manifiesta: en 1990 había sólo 39 mezquitas y en la actualidad se contabilizan más de 2.300 y su número no se detiene.
El Estado kirguís apoya la versión del Islam basada en la escuela moderada hanafí, dentro del sunismo, la escuela más común en toda Asia Central, y considera una amenaza el salafismo, del que ha surgido el yihadismo violento que ahora padecemos.
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Sin embargo, algunos kirguises marginados económica y socialmente han abrazado versiones musulmanas mucho más radicales, a menudo importadas o patrocinadas desde el exterior.
El alto grado de desempleo también alimenta los sentimientos de odio y venganza. Esta preocupante situación se produce sobre todo entre el colectivo de los uzbekos quienes con frecuencia están malamente integrados y deficientemente representados en la política, la administración civil y los órganos de seguridad, de los que a menudo son perjudicados. Los uzbekos constituyen la principal minoría étnica de Kirguistán, con un 15% de la población total.
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Kirguistán se ha convertido, por consiguiente, en un excelente territorio de reclutamiento y de propaganda yihadista, y no sólo del autodenominado Estado Islámico sino también de su aliado local, el Movimiento Islámico de Uzbekistán, según los informes de las organizaciones no gubernamentales que operan en la zona.
Este es el caldo de cultivo donde han brotado los perfiles de activistas como Yalílov y Akílov. Desarraigo y venganza se unen en un entorno de pobreza e ignorancia que activa el fanatismo.
La fragilidad de la estructura del Estado también ha impulsado las fricciones entre los grupos kirguises y uzbekos, incluso la existencia de pogromos, es decir, linchamientos multitudinarios, espontáneos o premeditados, acompañados de la destrucción o el expolio de sus bienes (casas, tiendas, centros religiosos, etcétera).
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El último suceso más grave de estas características se produjo en junio de 2010, después de la destitución forzada del presidente Kurmanbek Bakíyev, en abril de ese año. Eso desató una profunda crisis institucional que dejó al país en medio de los disturbios generalizados y en un vacío de poder que se prolongó durante meses.
Como consecuencia de la violencia desenfrenada, al menos 470 personas perdieron la vida, casi las tres cuartas partes de ellas uzbekas; más de 2.800 viviendas fueron destruidas, la mayoría uzbekas; y el 75% de los detenidos fueron uzbekos. Los datos hablan por sí solos.
En Kirguistán se mantiene una narrativa que tilda a los uzbekos de proclives a la radicalización y a la animosidad hacia el Estado pero ignora que los kirguises también se están volviendo más furibundos por razones nacionalistas.
Uzbekistán, que ha perdido hegemonía en Asia Central en favor del pujante Kazajistán, sigue enfrentándose a serias dificultades socio-económicas y a la amenaza yihadista, pero no soporta por ahora los graves problemas estructurales de Kirguistán.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK