México laico y querido

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Uno de los valores marginales de la visita del papa Francisco a México fue desempolvar el debate sobre el carácter laico del Estado.

Era previsible en un país que a pesar de contar con una de las poblaciones católicas más numerosa de Latinoamérica (de hecho la segunda, superada sólo por Brasil), ha sostenido a lo largo de su historia una relación de extremos con la Iglesia asentada en Roma: de aceptar sus dogmas como credo patrio a despojarla de todas sus herencias.

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Si en plena guerra de independencia, en “Los Sentimientos de la Nación” (1813), documento considerado como el primer antecedente de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, José María Morelos y Pavón reafirmaba a “la religión católica como única aceptada sin tolerancia de otra”; si el Plan de Iguala o Plan de Independencia de la América Septentrional (1821) establecía el carácter único de la religión católica; si en la Constitución de 1824 se explicitaba igualmente que “la religión de la nación es la Católica Apostólica y Romana, es protegida por las leyes y se prohíbe cualquier otra”, si en las “Siete Leyes” o “Constitución de régimen centralista de 1836” se volvía obligatorio el profesar la religión de la Patria, en la Constitución Política de la República Mexicana de 1857 se dio un vuelco desfavorable para la jerarquía católica con la prohibición de adquirir propiedades, la abolición del fuero eclesiástico, la obligatoriedad de la enseñanza laica y la institución de la libertad de cultos. Ello fijó para siempre la separación de los poderes políticos y eclesiásticos, una separación que cada visita papal parece poner en entredicho.

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Parafraseando la pintada del mayo francés del 68, “seamos realistas, aceptemos lo imposible”: para que exista un estado esencial y completamente laico, un estado donde los poderes políticos y eclesiales no se entreveren en mayor o menor medida, el ateísmo tendría que estar elevado a rango constitucional lo que de facto significaría la negación del laicismo.

Se podrá aspirar a que el estado sea neutral en materia de cultos, pero es iluso pretender que el estadista (salvo que sea ateo) no esté sometido en modo alguno al influjo de la religión que profesa. El ejemplo extremo (que no extremista) de una decisión política fincada en la religión lo marcó la renuncia el pasado año, tras escuchar el discurso del papa Francisco en el Congreso de los Estados Unidos, del entonces presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner.

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Como se sabe, al político republicano el llamado papal a que prevalecieran las soluciones políticas por sobre los desencuentros ideológicos lo llevó no sólo a llorar como testimonia una foto devenida icónica; lo llevó asimismo a poner fin a la presión que sobre él ejercía el ala de ultraderecha de su partido con el continuo torpedeo de las propuestas del presidente Barack Obama. Ante ello, que el jefe de un estado laico comulgue en una misa es un proceder menor que no supone violación alguna al precepto legislativo que separa a la Iglesia del Estado; es, de hecho, el ejercicio de un derecho ciudadano tutelado por el artículo 24 de la Constitución mexicana: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo […]”.

Las periódicas controversias que desatan las visitas papales no tendrían mayor importancia si no fuera México un país enlutado por los desencuentros entre la Cruz y el Poder. Si la Constitución de 1857 condujo a la “Guerra de los Tres Años”, décadas después la Carta Magna de 1917, la misma que hoy rige en el país, llevó a la “Guerra Cristera”. De hecho fue hasta el 21 de septiembre de 1992, bajo el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que México y el Vaticano restablecieron relaciones diplomáticas, luego de que se le devolviera a la clerecía católica mexicana personalidad jurídica bajo el concepto de “asociación religiosa”, se le reconociera el derecho a celebrar actos religiosos fuera de los templos (en apego a lo que la ley reglamentaria disponga), así como el poder adquirir y administrar los bienes raíces necesarios para el culto, entre otras reformas constitucionales que facilitaron un acercamiento entre la Iglesia y el Estado “más acorde con la realidad y los requerimientos modernos”, luego de años post-cristeros en los que primó el llamado “modus vivendi”: el Gobierno se mostraba permisivo con la Iglesia y ésta no se quejaba por las limitaciones a las que estaba sujeta.

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Es este nuevo escenario –que coincide en buena medida con los años de alternancia política en el país– el que se resiente con cada visita papal. De una parte están los que reclaman el apego irrestricto a la condición laica del Estado, la cual consideran vulnerada por la forma en que la clase política mexicana sucumbe en gran medida a la palabra del Santo Padre circunstancial; por la otra, los que asumen que la Iglesia es una hebra representativa dentro del tejido social y por ello una interlocutora posible respecto a los múltiples problemas que aquejan al México contemporáneo. Puesto que ambos estamentos apuntan con su discurso hacia una misma base humana parece imposible dar “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, sobre todo cuando los llamados a la justicia social y el actuar en apego a la ética pueden provenir indistintamente del estrado o del púlpito, sobre todo cuando temas como el aborto, el matrimonio gay o la eutanasia aparecen lo mismo en la agenda de un partido que en la homilía de la liturgia, sobre todo cuando un político como Ignacio Manuel Altamirano –quien impulsó como diputado federal la gratuidad y obligatoriedad de la instrucción primaria, así como su carácter laico– no fue remiso en reconocer que “el día en que no se adore a la Virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no sólo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo de los moradores del México actual”.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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