Era previsible en un país que a pesar de contar con una de las poblaciones católicas más numerosa de Latinoamérica (de hecho la segunda, superada sólo por Brasil), ha sostenido a lo largo de su historia una relación de extremos con la Iglesia asentada en Roma: de aceptar sus dogmas como credo patrio a despojarla de todas sus herencias.
Audio: El Papa pide a jóvenes mexicanos no perder la esperanza
Parafraseando la pintada del mayo francés del 68, “seamos realistas, aceptemos lo imposible”: para que exista un estado esencial y completamente laico, un estado donde los poderes políticos y eclesiales no se entreveren en mayor o menor medida, el ateísmo tendría que estar elevado a rango constitucional lo que de facto significaría la negación del laicismo.
Se podrá aspirar a que el estado sea neutral en materia de cultos, pero es iluso pretender que el estadista (salvo que sea ateo) no esté sometido en modo alguno al influjo de la religión que profesa. El ejemplo extremo (que no extremista) de una decisión política fincada en la religión lo marcó la renuncia el pasado año, tras escuchar el discurso del papa Francisco en el Congreso de los Estados Unidos, del entonces presidente de la Cámara de Representantes, John Boehner.
Las periódicas controversias que desatan las visitas papales no tendrían mayor importancia si no fuera México un país enlutado por los desencuentros entre la Cruz y el Poder. Si la Constitución de 1857 condujo a la “Guerra de los Tres Años”, décadas después la Carta Magna de 1917, la misma que hoy rige en el país, llevó a la “Guerra Cristera”. De hecho fue hasta el 21 de septiembre de 1992, bajo el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, que México y el Vaticano restablecieron relaciones diplomáticas, luego de que se le devolviera a la clerecía católica mexicana personalidad jurídica bajo el concepto de “asociación religiosa”, se le reconociera el derecho a celebrar actos religiosos fuera de los templos (en apego a lo que la ley reglamentaria disponga), así como el poder adquirir y administrar los bienes raíces necesarios para el culto, entre otras reformas constitucionales que facilitaron un acercamiento entre la Iglesia y el Estado “más acorde con la realidad y los requerimientos modernos”, luego de años post-cristeros en los que primó el llamado “modus vivendi”: el Gobierno se mostraba permisivo con la Iglesia y ésta no se quejaba por las limitaciones a las que estaba sujeta.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
Les invitamos a comentar la publicación en nuestra página de Facebook o nuestro canal de Twitter.