¿Se privatiza el agua en México?

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Los diputados federales de México están por aprobar una Ley General de Aguas en la cual asoma el fantasma de la privatización “in crescendo” de un servicio de utilidad social.

Con ese notable “don” que poseen para malquistarse con el pueblo que dicen representar, los diputados federales de México están por aprobar una Ley General de Aguas en la cual, para no perder la costumbre, asoma el fantasma de la privatización “in crescendo” de un servicio de utilidad social.

Si bien es cierto que la ley que se busca aprobar preserva todos los recursos hídricos de México –lacustres, fluviales, marítimos, subterráneos, etc.– como propiedad de la Nación (artículo 4), también es cierto que tutela la posibilidad de que la iniciativa privada tenga a su cargo “los servicios de agua potable, drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de aguas residuales”.

Sin embargo, a lo que temen los disconformes con la letra y el espíritu de la polémica ley no es tanto a la enajenación de tales recursos en perjuicio del país como al aumento progresivo de la inversión privada en el sector y el peligro de que ello devenga en paradigma de oferta del servicio, un servicio que el Estado tiene la obligación de garantizar en cantidad y calidad, un servicio que no debe convertirse, por tanto, en un artículo de mercado más donde la relación coste / beneficio preceda al derecho humano que el acceso al agua supone y que la Constitución protege.

Es evidente, hasta para cualquier persona de “lento aprendizaje” –se usan a propósito los mismos términos con que Manlio Fabio Beltrones, coordinador de la bancada priista en la Cámara de Diputados, pretendió ridiculizar a quienes cuestionan el proyecto de ley–, que toda empresa privada involucrada en la prestación de tales servicios buscará recuperar la inversión que en ellos haga con la consecuente afectación tarifaria para el cliente final. Y si el Estado mexicano asume el subsidio del servicio de agua a fin de garantizar precios asequibles a la población, ello sólo sería comprensible en el caso de ser él mismo el proveedor; de otro modo se daría el sinsentido de que la propia ciudadanía –ergo, los contribuyentes–, subsidien a las empresas privadas que tengan concesionado el servicio.

Pero no es sólo una eventual alza de las tarifas por la intervención de la iniciativa privada en los servicios de agua potable, drenaje y alcantarillado lo que ha motivado la repulsa de amplios sectores de la población hacia un proyecto de ley, que, por ejemplo, restringe a 50 litros al día el mínimo vital del “volumen de agua para consumo personal y doméstico que se otorga con la periodicidad que permite al individuo cubrir sus necesidades básicas” (artículo 10) cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) propone que tal satisfactor debiera estar entre los 50 y 100 litros. Entre otras muchas razones para el rechazo –imprevisibles afectaciones a los ecosistemas, restricción a la posibilidad de realizar estudios sobre el agua, facilidades excesivas a las empresas mineras para el uso del líquido vital– está la manera en que se discutió la ley a nivel de comisiones en la Cámara de Diputados: a puertas cerradas.

Resulta imprescindible entonces que antes de subscribir la polémica Ley General de Aguas, los diputados y diputadas federales se den el tiempo suficiente para escuchar las voces discordantes de la gente de “lento aprendizaje” a fin de que se pueda aprobar una legislación que cuente con el beneplácito mayoritario de la sociedad civil.

Como los tiempos que corren –tiempos de campañas proselitistas, de abanderamiento oportunista de causas populares, de discursos sin huesos para ganar votos–, no son los más propicios para un debate que debe estar ajeno a cualquier consideración político-electoral, cabe reconocer la prudencia de posponerse la discusión y aprobación del proyecto de ley en la Cámara de Diputados “el tiempo que sea necesario para que se aclaren las dudas y se deje atrás la desinformación”. Cabe esperar que nuevos legisladores –en las elecciones intermedias del 7 de junio se renuevan los 500 curules de la Cámara de Diputados– examinen y voten una ley que no deje margen a la suspicacia.

“¡Aguas!”, se grita en México para alertar a las personas de algún peligro inminente, reminiscencia de tiempos lejanos cuando la gente desechaba el contenido de sus bacinicas por las ventanas y la voz servía para advertir a los despreocupados transeúntes a fin de que pudieran resguardarse de la imprevista “lluvia dorada”. ¡Aguas!, pues, con la posible aprobación de un Ley General de Aguas en la que el manejo sustentable del preciado líquido no está garantizado y deja indefensas a comunidades susceptibles de ser afectadas por mega proyectos hidráulicos. “¡Aguas!”, pues, cabe gritar. Y en caso de no ser oídos por los señores de “rápido aprendizaje”, solo queda acudir a la súplica vehemente de “Cuídame, Señor, de la mansa Ley General de Aguas, que de las aguas bravas (los diputados y diputadas) me cuido yo”.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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