Evocación de Carlos Kindelán (1)

© Flickr / Shaun FisherEvocación de Carlos Kindelán
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El último día de su corta vida, el cubano Carlos Kindelán tuvo un sueño signado por el béisbol.

"Los dioses tejen desgracias para que a las nuevas generaciones no les falte qué cantar"
- Homero

El último día de su corta vida, el cubano Carlos Kindelán tuvo un sueño signado por el béisbol. En el lecho de muerte, Juan Francisco, el hermano mayor, le oyó balbucir las palabras que sin tener entonces conciencia del suceso habrían de ser las postreras que le escuchara: "¡Julio Germán, Julio Germán, ponla en segunda que yo te traigo!… ¡Vamos, vamos, llegué, llegué!… ¡¡Coño, la di!!"

Una enfermera de cuidados intensivos, advertida de la situación, hizo salir a Juan del cuarto e intentó la reanimación cardíaca del moribundo. Fue en vano. Poco después un médico de guardia, que se había sumado a los desesperados esfuerzos de la enfermera, le impondría a Juan la triste nueva. "No puede ser, ustedes me dijeron que no…", se resistió el atribulado hermano antes de aceptar la dolorosa verdad: a las siete de la noche del jueves 19 de marzo de 1998, víctima de un paro respiratorio, como luego constaría en su certificado de defunción, Carlos Lázaro Kindelán Limonta, el negro fuerte y risueño que había cometido la hombrada de regresar al deporte de alto rendimiento luego de un trasplante de riñón que médicos, familiares y amigos consideraron lo alejaría para siempre del béisbol, incurría en la torpeza de morirse cuando nadie estaba preparado para ello.

La enfermedad

Hacia la una de la mañana del martes 21 de julio de 1992, Carlos Kindelán, fatigado como nunca antes en su vida y con una hinchazón en las piernas que entonces atribuyó al vuelo que lo trajo de regreso a Cuba desde Alemania, abandonó en cuanto le fue posible hacerlo el Aeropuerto Internacional José Martí y abordó la ruta 31 que lo conduciría a la casa de la madre. Un amigo del barrio, que se percató de su cansancio, le ayudó a cargar el maletín que constituía todo el equipaje hasta la casa marcada con el número 284 de la calle D en La Güinera. Aunque a diferencia de ocasiones anteriores ningún familiar lo había ido a esperar a la terminal aérea de La Habana, Carlos no se extrañó en lo absoluto. Nadie sabía que estaba de regreso. Nadie sabía que el viaje a Venezuela del equipo Cuba B de béisbol, tras el tope efectuado en Alemania contra un combinado de jugadores alemanes y holandeses, había sido suspendido. Cuando llegó a la casa, a pesar de su agotamiento, no se acostó de inmediato. En pocas palabras le contó a la madre y a Rubén, el porqué del inesperado regreso. Les contó asimismo los percances de salud sufridos en Alemania.

Todo inició con un inexplicable dolor de cabeza al que se sumaron una perseverante falta de aire, poco apetito, insomnio y una fuerte taquicardia. También comenzaron a hinchársele las piernas. Aunque era el segunda base regular de aquel equipo Cuba, los entrenadores decidieron sabiamente que no tomara parte en el desafío programado para las dos de la tarde en el Auestadion en Kassel: su salud estaba por encima de todo. Los médicos que lo atendieron en Alemania le recetaron una especie de salbutamol luego de un diagnóstico tan rápido como equivocado: crisis de asma. De momento aquella medicina fue un alivio a sus males; ya en La Habana su ineficacia se revelaría tan drásticamente, que a media madrugada, aquejado por una falta de aire preocupante, Carlos no tendría otra opción que volverse a poner en manos de los médicos.

En el cuerpo de guardia del Hospital Julio Trigo, adonde llegó con la ayuda de su hermano Rubén, quien lo llevó en la parrilla de una bicicleta, le midieron la presión arterial. La tenía tan alta que lo inyectaron inmediatamente; le colocaron, además, una pastilla bajo la lengua. Tras la espera de rigor, y al ver que la presión parecía controlada, el médico de guardia lo mandó de regreso a casa. A las seis de la mañana, ante la persistencia de la falta de aire en Carlos y una más notoria hinchazón de sus piernas, la madre le pide a Rubén que regrese con su hermano al hospital, y con una intuición que luego se revelaría certera le hace otra petición: que le sugiera al médico que ordene un examen de orina.

De vuelta en el hospital, el médico de guardia no presta oídos a la sugerencia de Rubén y la historia se repite: nuevamente le toman la presión a Carlos, nuevamente le ponen una pastilla bajo la lengua, nuevamente la desesperante espera. Poco después de las ocho y treinta de la mañana, una amiga que trabajaba como enfermera en el Julio Trigo acertó a entrar en el cuerpo de guardia, y al verlo junto con su hermano piensa que es la madre de ambos la enferma e inquiere por su salud. Rubén la sacó del error ante el mutismo de un Carlos que no atina a comprender qué le está sucediendo. Gracias a ella, que habla con el médico de guardia y le pide atender con particular dedicación a ese paciente; gracias a la madre, que entretanto ha llegado al hospital preocupada por la demora de sus hijos y logra que el médico no desestime la sugerencia pedida por intermedio de Rubén, Carlos es sometido a un análisis somero y lo inyectan por segunda ocasión ese día. Pero esta vez se trata de furosemida con el propósito de que orine. Cuando se tienen los resultados de aquel análisis primario, ante las evidentes alteraciones que muestra el urograma, Carlos es ingresado en terapia intermedia para un chequeo más profundo.

A fin de no preocuparlo más de lo que estaba, los médicos recurrieron a una mentira piadosa: sólo en esa sala hay camas disponibles, le dicen. Carlos, acostumbrado a que la gente tuviera con él determinadas deferencias por la fama que su condición de deportista destacado le había granjeado, creyó otra vez que ello le facilitaba ciertos favores. Sólo cuando lo trasladan para terapia intensiva es que comienza a tener un indicio de la seriedad de su estado. Y al día siguiente, cuando a pesar de habérsele puesto una sonda y otra inyección de furosemida orinó muy poco y los médicos del Julio Trigo deciden enviarlo al Hospital Clínico-Quirúrgico de la avenida 26 para hemodializarlo, es que se da cuenta cabal de cuán peligrosamente afectado estaba su organismo. Y en la sala de Nefrología del Hospital "Hermanos Ameijeiras", adonde lo trasladan al poco tiempo, la noticia de que sólo un trasplante puede solucionar su insuficiencia renal de grado cuatro acaba por un hundirlo en una terrible depresión de la que no saldrá ni siquiera tras la exitosa operación llevada a cabo hacia octubre en la que le injertaron un riñón funcional, pues si el béisbol lo era todo para él y no iba a poder seguir jugándolo mejor no le hubieran hecho nada, señaló alguna vez.

(continuará)

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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