Las tribulaciones de un “pato cojo” llamado Barack Obama

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Pato cojo o lame duck en inglés: dícese de aquel político que ve cómo se acerca el fin de su mandato y no puede volver a ser elegido.

El término de origen anglosajón, que data del siglo XVIII, se adapta perfectamente a la figura de Barack Hussein Obama. El actual presidente de Estados Unidos no puede ser elegido por tercera vez, porque se lo impide la Constitución de su país (enmienda XXII), pero precisamente esa circunstancia adversa o desfavorable le ofrece una mayor libertad de acción, pues no tendrá que enfrentarse a las consecuencias de sus últimas decisiones, por muy explosivas que éstas sean. Ahí está el sonado caso de Bill Clinton que el último día de su Presidencia decretó nada menos que 140 perdones, incluido el de su hermanastro Roger.

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La aparatosa derrota de los demócratas en las recientes elecciones midterm, cediendo el control del Senado y la Cámara de Representantes a los republicanos, ha forzado aún más si cabe la cojera política del líder nacido en Hawái. Lo cierto es que todavía le quedan dos años para pasar el bastón de mando. ¿Y qué puede hacer mientras tanto? Unos le aconsejan que se mueva hacia el centro y se acerque a los republicanos, imprescindibles para que su agenda llegue a buen puerto. Hacer estos guiños pragmáticos le supondría mejorar su epitafio político que hasta ahora ya tiene grabado el nada despreciable mérito de ser el primer afroamericano que llega a la Casa Blanca.

Sin embargo, necesita un gran logro, un gran hito, claro y contundente, para compensar una popularidad a la baja y una herencia cada vez más mermada.

En cualquier caso, Obama se resiste a ser un pato cojo y ha lanzado una batería de ambiciosas propuestas porque, como ironizaba recientemente el diario The New York Times, “nadie parece haberle dado la noticia”.

En primer lugar, está dispuesto a defender a toda costa su plan para limitar la deportación de sin papeles. Lo hizo mediante una Executive Order o decreto presidencial que perfectamente podría ser revocado por su sucesor si éste es republicano. La medida afecta a unos cinco millones de indocumentados, donde sobresalen los latinos, siempre que lleven cinco años en EEUU, que tengan hijos que sean ciudadanos estadounidenses o residentes legales, que se registren y pasen un control de antecedentes penales y que estén dispuestos a pagar impuestos. Este paso valiente y arriesgado —sus detractores le acusan ya de abuso de poder- ha sido apoyado por un grupo de alcaldes demócratas, pero ha despertado las iras del colectivo de gobernadores republicanos.

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Otra de las prioridades del líder estadounidense pasa por cerrar la prisión de Guantánamo, una promesa que formaba parte de su programa electoral allá por 2008 y que renovó en 2013, pero que no ha podido cumplir por el abierto boicot de los republicanos y por innumerables obstáculos judiciales y jurídicos. Mantener abierta esta cárcel, enclavada en una base naval en territorio cubano y creada tras el 11-S, representa una auténtica vergüenza internacional, que viola los derechos humanos más elementales de los presos allí reunidos, pues más de 50 reclusos llevan años entre rejas sin que pesen contra ellos acusaciones formales o delitos concretos. Hace unos días el Gobierno de EEUU entregó a Uruguay a seis prisioneros considerados “de baja peligrosidad”, y la idea es que el gesto iniciado por las autoridades de Montevideo mueva a otros aliados a hacer lo mismo. Con eso la Casa Blanca pretende reducir el número de detenidos y en un futuro trasladar al continente a los que considera los enemigos más radicales para juzgarles o mantenerles cautivos. 

Obama también quiere firmar una especie de acuerdo de paz con el régimen iraní, con quien Washington rompió relaciones diplomáticas hace 35 años tras el asalto a su embajada en Teherán. Las negociaciones con los persas, a propósito de su controvertido programa nuclear, avanzan muy despacio, quizás demasiado despacio, pero aún no han descarrilado, lo cual ya supone todo un éxito, quizás debido en gran medida al talante dialogante del nuevo equipo iraní, dirigido por Hasán Rohani. La última noticia es que las conversaciones se extenderán hasta el 30 de junio de 2015. Pese a la enorme experiencia del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, la tarea no se presenta nada fácil y, además, el tiempo juega en contra. Eso sí, un pacto con los ayatolás le daría al premio Nobel de la Paz mucha visibilidad.

Como señala la revista The New Yorker las propuestas sobre la reforma de la inmigración y el cierre de Guantánamo requerirán una “enorme tenacidad política”, pero elevarían mucho su legado. 

Y, aunque pueda sentirse solo, la situación que vive Obama no tiene nada de excepcional. Los últimos tres presidentes que repitieron en el cargo —Ronald Reagan,  Clinton y George Bush hijo- pasaron sus dos últimos años con la oposición del Congreso.

El propio Clinton le aconsejó que continúe impertérrito con sus preferencias y use las palancas a su alcance para negociar y alcanzar acuerdos con los republicanos “porque ahora que tienen ambas cámaras, tienen un mayor interés creado en no estar en contra de todo”. Y añadió: “Es una locura decir que eres un pato cojo y malgastar un solo día de ese precioso tiempo”.

Evidentemente Obama no desea pasar a la historia sólo por el color de su piel o por haber matado al enemigo número uno del mundo libre: Osama bin Laden. Pero los triunfos que hasta ahora puede mostrar a su opinión pública no parecen del todo determinantes. El as de la reforma sanitaria aprobada con fórceps en 2010 ha polarizado al país y su aplicación se está realizando en medio de una batalla en los tribunales de apelación; la ansiada recuperación económica ha comenzado de verdad —el paro ha caído del 7% al 5,8% en los últimos 12 meses-, pero todavía no ha llegado a los bolsillos del ciudadano medio; y, por último, su política exterior titubeante y ambigua le ha reportado serios problemas, en especial, en el caso de la guerra civil que está destruyendo Siria.

A lo mejor, su nueva y confirmada condición de lame duck le sirve de revulsivo para tomar decisiones inesperadas y estratégicas. Igual a partir de ahora, gracias a estas tribulaciones, vamos a contemplar a un presidente renovado: mucho más firme, resuelto y enérgico. Ojalá así sea, pero lo dudo mucho. Sirva un dato concluyente: Clinton firmó 364 decretos presidenciales; Obama sólo ha firmado 191.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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