Tuve el privilegio de escalar uno de los peldaños más alto de la condición humana cuando la vida me dio la oportunidad de luchar por la libertad de un pueblo hermano, en mi caso junto al pueblo nicaragüense y el FSLN durante la guerra en contra de la oprobiosa dictadura somocista. Mi lugar en la batalla fue en el Frente Sur Benjamín Zeledón, ubicado en el suroccidente del país, en el borde fronterizo con Costa Rica. Tuvo la característica de ser la única región del país donde se desarrolló una guerra de carácter regular en los días previos a la derrota y huida del dictador.
Dentro de la amplia cantidad de armamento que estaba al servicio de la EEBI se contaba con los viejos aviones caza de combate T-33A y Cessna 02-337 Push and Pull. Si se compara con el potencial de fuego aéreo de una guerra regular esta modesta composición del potencial aéreo de la dictadura podría parecer risible, pero en los aciagos días de mayo, junio y julio de 1979 en las trincheras del sur de Nicaragua era tormentoso escuchar el sonido de los aviones (que fue siendo conocido por los combatientes) y que presagiaba el apabullante lanzamiento (por parte de los T33) de estruendosas bombas de 500 libras o una lluvia de proyectiles disparados por las 2 ametralladoras Browning M2 de calibre .50 que poseían.
En esa época, en Nicaragua no existían misiles ni nada que se le pareciera. El fuego enemigo provenía de la aviación y de la artillería reactiva y de tubo con que contaba el ejército somocista.
El impacto de los ataques aéreos no venía dado por el número de bajas que producía (realmente fueron muy pocas), la mayoría por la excesiva e innecesaria exposición de combatientes que pretendían enfrentar los aviones a cuerpo descubierto con sus fusiles y de forma individual.
Incluso en algún momento se percibió que los tripulantes de las aeronaves lanzaban las bombas y la metralla en lugares donde no había combatientes. Así, aunque no causaban bajas, podían informar a sus mandos acerca del cumplimiento de la misión sin importar que no obtuvieran éxito alguno que mostrar.
Después del triunfo del 19 de julio de 1979, emprendimos las tareas de construcción de un ejército regular. Mis funciones se desarrollaban en el marco de mi especialidad que era la artillería terrestre, pero en diciembre de ese año cuando se comenzó a darle una estructura más formal a las fuerzas armadas, se pensó que era primordial crear las unidades de defensa antiaérea y dotarlas de un mando, ante esta necesidad, surgió un problema: no había ningún especialista que pudiera asesorar a los compañeros nicaragüenses que recibieron la orden de formar esas estructuras.
De esto hay muchas historias y anécdotas que no vienen al caso comentar en este momento. Lo cierto es que la vida me llevó a conocer y sentir en carne propia la furia del fuego proveniente del aire y, después, con la ayuda de los conocimientos avanzados de los asesores cubanos y soviéticos, aprendí cómo se debe estructurar la defensa de un país para protegerse e impedir los ataques de enemigos aéreos.
Todas estas remembranzas vinieron a mi mente tras la vuelta a Nicaragua, pero, también, tiene que ver con el intento de vislumbrar lo que pudo haber significado el ataque con misiles iraníes contra bases estadounidenses en Irak como respuesta al asesinato del general Soleimani.
Estos muchachos murieron sin saber que han sido usados como carne de cañón en guerras que Estados Unidos solo pueden sostener gracias al creciente consumo de drogas por parte de sus tropas y que solo pueden ganar por su superioridad tecnológica y financiera, habida cuenta de la cobardía de sus militares y la incapacidad manifiesta de sus generales que han fracasado una y otra vez, aunque Hollywood se haya encargado de mostrar lo contrario.
Una vez más, como en 1898 cuando Estados Unidos hizo explotar el acorazado Maine lleno de soldados en la bahía de La Habana, la sangre de inocentes jóvenes estadounidenses fue derramada para satisfacer mezquinos intereses políticos y/o para conseguir las perversas utilidades económicas que produce la continuidad del conflicto, la invasión de otros países y la agresión contra pueblos inermes, para las grandes empresas militares.
Es en esa lógica que, en 1941, cuando los radares estadounidenses detectaron con mucha antelación el acercamiento de los aviones japoneses a Pearl Harbor no hicieron nada por evitarlo. De la misma manera, durante ese año y ante la inminente invasión japonesa a Filipinas, el jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos en ese país, general Douglas MacArthur, optó por huir a Australia para salvarse, abandonando a su suerte a decenas de miles de soldados y oficiales que fueron capturados, torturados y asesinados por los japoneses. ¡Vaya héroe!
Esto ha hecho cundir el pánico entre los centenares de miles de soldados estadounidenses alrededor del mundo que ahora saben que están desprotegidos ante un probable ataque aéreo, pero sobre todo ha conducido a la duda de los aliados de la potencia norteamericana respecto a la efectividad de sus sistemas de protección antiaérea al constatar en hechos que han adquirido armamento que no los protege a un costo de miles de millones dólares.
El Complejo Militar Industrial y, en particular, las empresas Raytheon, que produce los Patriot, y Lockheed Martin, fabricante de los Aegis, han comenzado a calcular sus pérdidas ante la inevitable derrota que sufrirán en la competencia con los sistemas S-300 y S-400 rusos que en Siria han demostrado una muy alta efectividad a tal punto que aliados tradicionales de Estados Unidos como Turquía, Arabia Saudita, India, Egipto y el propio Irak han tomado cartas en el asunto, estableciendo comunicación con Rusia para discutir sobre el tema y tomar decisiones, delineando un nuevo conflicto en ciernes dado el impacto económico que el mismo pudiera causar en las mermadas finanzas de Washington.