En aquel momento, Uruguay contaba 22 fallecidos por la enfermedad causada por coronavirus y más de 800 contagios, contra solo tres muertes y 262 casos positivos en Santa Fe.
La comparación, destacada entonces por el propio gobernador Omar Perotti, nunca fue actualizada.
Hasta este jueves 1, Uruguay cuenta 2.046 contagios de COVID-19 y 48 decesos mientras que la Provincia de Santa Fe contabiliza 42.396 casos positivos y 433 muertes.
Como tantos otros centros de salud de Argentina, este hospital, que atiende cerca de 200.000 personas por año, fue reconvertido y afectado al operativo COVID-19.
Sin embargo, los pacientes tardaron en llegar, y el coronavirus parecía ser un problema de Buenos Aires y su área metropolitana, aunque Santa Fe tiene una comunicación constante con ese distrito.
En junio cambió todo.
Ese mes, el hospital comenzó a recibir muchas consultas respiratorias, y otras con diversas patologías que entraban por la guardia no covid pero luego se los hisopaba y resultaban positivos de SARS CoV-2.
Para Jaquelina Consiglio, médica de la unidad de terapia intensiva (UTI), "la gente se cansó de estar encerrada en su casa y empezó a circular. No podes tener a un pueblo encerrado seis meses en su casa, podes tenerlo uno o dos meses pero después tenes que decirle como hacer las cosas y, si no lo haces, la gente lo va a hacer como le parezca".
A mediados de julio, Santa Fe detectaba unos 800 casos cada cinco días, para fines de agosto ese registro era de casi 8.000 positivos. El pasado domingo, los primeros calores de la primavera expulsaron a la gente de sus casas y los espacios públicos fueron ocupados por multitudes.
"En la guardia atiendo a esos chicos jóvenes que van al rio a tomar mate y cuando les quiero hacer el hisopado todos tienen la misma reacción: se largan a llorar porque estuvieron con el abuelito o con el papá que tiene diabetes. Y luego atiendo a ese papá o abuelito. He visto pasar familias enteras", afirma Eugenia.
Bajas propias
En el hospital Provincial, como en casi todos, hay mucho personal contagiado entre médicos, enfermeros y administrativos.
"En mi ambiente médico se han contagiado cuatro de cada 10 pero en enfermería es al revés, son seis de cada 10, lo mismo entre el personal administrativo", afirma Jaquelina, "Los médicos quizás somos más responsables porque sabemos lo que esto provoca y los que trabajamos en UTI tenemos ya incorporado el como vestirte y como protegerte".
"Me tengo que cuidar mucho, soy personal indispensable, si faltas dejas un hueco muy difícil de cubrir en tu lugar de trabajo y también en la sociedad", asume Jaquelina.
La sensación de Eugenia es similar: "Yo tengo miedo de contagiar a una persona, entonces no tengo vida social ni voy al gimnasio. Eso me genera un montón de estrés pero la decisión de no ir es la que me deja la conciencia más tranquila".
La médica de 30 años es oriunda de un pueblo llamado San Gregorio, de solo 5.000 habitantes, sin embargo evita ir. "Siento que tengo la responsabilidad de poder exponer a mi familia y al pueblo entero".
Por ese temor, Eugenia decidió desprenderse de la empleada que trabajaba en su casa. Jaquelina, en cambio, tuvo que contratar a alguien que le ayude con sus dos hijos, de 6 y 9 años.
"Me aboqué a que hagan lo indispensable: matemática y lengua y que el de primer grado aprenda a escribir y nunca llegué al 50% de las tareas que me mandaban, porque tengo que dejar algo de energía para lo que yo tengo que seguir leyendo sobre COVID-19", lamenta la especialista de 43 años.
Con todo, falta sumar un salario retrasado, del orden de los 650 dólares con una inflación anual del 40,7%, las guardias que extienden la jornada a más horas de las que tiene un día y el trabajo ambulatorio necesario para engrosar ese salario.
Un cóctel que tiene a Jaquelina, Eugenia y todos los médicos de Latinoamérica al borde del agotamiento mental.