— Usted vino desde lejos. Por lo que sabemos, vino a conversar con nosotros directamente desde el cementerio ¿Ha sentido algún alivio?
Sí, al bajarme del tren fui directamente al cementerio. Es una tradición para mí: cada vez que vengo a Moscú voy el mismo día al cementerio para visitar a Andréi y pasar allí un rato. Esto me trae alivio y después de ello puedo hacer otras cosas. Así que fui allí y le conté sobre nuestra entrevista.
— ¿Cuán a menudo logra venir a Moscú?
Vengo aquí tres veces al año: el día de su cumpleaños en diciembre, el día cuando lo vi por última vez en abril y el día de su muerte: el 6 de agosto.
— Sus colegas y amigos cuentan solo lo mejor acerca de él: que era un gran amigo, que uno siempre podía contar con él, que era muy tranquilo, reflexivo e inteligente. ¿Cómo era de niño?
Precisamente mis recuerdos de él son de cuando era un niño. No sé mucho de los tiempos cuando se graduó del instituto y se vino a Moscú para ingresar en la universidad. Pero cuando era pequeño vivíamos todos juntos: yo, su papá y sus abuelos. Era un niño solitario.
— Sus colegas cuentan que era un entusiasta. Cuando se interesó por las motos, estudió el tema y se hizo experto. Cuando decidió convertirse en fotógrafo, lo estudió y lo hizo.
Sí, cuando comenzaba a hacer algo, lo llevaba hasta el final. Hubo una vez cuando lo estaba esperando cerca del lugar donde vivía. Estaba observándolo. Vino en una moto, y estuvo arreglándola unas dos horas hasta que estuvo perfecta. ¡La arregló y se fue! Me sorprendió mucho que tuviera la paciencia para todo esto. Sabe, me daba mucho gusto ver a mi hijo.
— ¿Intentó desaconsejarlo cuando decidió trabajar en zonas de conflicto?
— ¿Qué fue lo que sintió en ese momento?
— ¿Cómo se enteró de lo que ocurrió?
Me enteré de que en Ucrania empezaron una persecución a los periodistas, que incluso ofrecían una recompensa por sus cabezas. Entonces me di cuenta de que era peligroso. Me acuerdo cuando lo llamé el 17 de junio, él estaba muy alegre y me contó sobre su estancia en una residencia. Por lo que entendí, era en la ciudad de Slaviansk. Luego me envió unas fotos suyas con un niño. Me alegré mucho. Luego llegó julio: me sentía como si no viviera, como si dentro de mí hubiera un vacío.
— Usted fue a Donbás y erigió un monumento.
Fui por primera vez en abril de este año. Solo estuve una vez, quisiera ir de nuevo, pero ya veremos si será posible. Ahora mismo es muy difícil acceder a esta ciudad debido al asedio. Me apena tanto lo que les está ocurriendo a sus habitantes. Me gustó mucho la ciudad, es muy limpia. Incluso después de los bombardeos ellos no tardaron en limpiarla. La ciudad es bonita y sigue con vida, la gente de allí es muy buena. También estuve en la escuela bautizada en honor a mi hijo, en el poblado de Snezhni. Allí recitaron algunos versos sobre él, también hay un mini museo dedicado a Andréi y dos chicos más que murieron con él. Esta gente no lo conocía, pero lo aprecia porque murió allí. Después fuimos al lugar donde falleció. Ahora hay un monumento, que por ahora es de madera, pero ellos quieren montar uno mejor. Además, plantaron dos filas de árboles que llevan hasta Andréi. Yo planté dos de estos árboles, los demás ya fueron plantados antes de mi llegada.
He notado que mucha gente joven muere a la edad de Jesucristo. Andréi también tenía 33 años y medio. Sabe, él me sigue ayudando. Pensé que podría dejarlo ir y durante cinco años quise ir al lugar donde murió. Estuve en Donbás al lado de su tumba, pero me di cuenta de que no puedo dejarlo ir. Eso se quedará conmigo hasta el final. Intenté ser fuerte. Quise que todo ocurriera sin lágrimas, pero estoy a punto de llorar.