Lector de tabaquería: una tradición exclusiva y cubana

CC BY-SA 2.0 / Daniele Febei / Donna con sigaro - Woman with CigarUna mujer cubana lee y fuma un puro en las calles de La Habana (imagen referencial)
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Como la música, como el ron, el tabaco cubano ha devenido en imagen de postal turística que empobrece, por su condición de estereotipo, la pertenencia a una cultura a la que aporta mucho más que el humoso encanto de la fumada. De tales aportes, quizás el más singular de todos sea el del lector de tabaquería.

La figura del lector de tabaquería surgió en La Habana hacia finales de 1865. Inspirado en la media hora de lecturas que recibían los presos en las galeras del Arsenal de La Habana —un astillero que empleaba a presidiarios como mano de obra—, el político e intelectual cubano Nicolás Azcárate tuvo la idea de replicar ese empeño en las fábricas de tabaco, primero como recurso pedagógico para dar a conocer entre los aprendices los métodos para elaborar un buen tabaco, luego como procedimiento para aliviar las tediosas jornadas de quienes se esmeraban en convertir las hojas curadas de la 'nicotiana tabacum' en un deleitoso habano listo para fumar.

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El experimento se inició en la tabaquería El Fígaro, en La Habana, el 21 de diciembre de 1865 y pronto fue replicado por los torcedores de otras fábricas. El 9 de enero de 1866 se realizó la primera lectura en la fábrica del catalán Jaime Partagás —por mencionar una marca conocida donde la tradición se mantiene hasta hoy— y hacia finales de mayo de ese año las principales tabaquerías de La Habana ya tenían su lector.

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Como toda novedad, el lector de tabaquería tuvo desde el inicio defensores y detractores. Entre los primeros estaban los forasteros que visitaban las fábricas para comprar tabaco y quedaban agradablemente sorprendidos por el rito que precedía a la lectura —el sonido de una campanilla anunciaba el inicio— y por el ceremonioso silencio que la arropaba, roto en ocasiones por los golpes unánimes de las chavetas (cuchillas) en la mesa de trabajo, señal de satisfacción, o por el ruido discordante de cuando caían al piso, testimonio de desagrado; entre los segundos descollaba El Diario de la Marina, un periódico conservador que condenó "esas lecturas en comunidad en los talleres de tabaquerías" por considerarlas una excusa para el librepensamiento y la propaganda de ideales independentistas.

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De ahí que en sus editoriales pedía "que se repriman ciertas manifestaciones y se eviten a tiempo males que todos conocemos", advertencia que con el tiempo se demostró profética pues gracias a las lecturas, los tabaqueros cubanos se convirtieron en un gremio donde calaron hondamente las ideas por independizar a Cuba de España.

De ahí que por "distraer a los operarios de las tabaquerías, talleres y establecimientos de todas clases, con la lectura de libros y periódicos, y con discusiones extrañas al trabajo que los mismos operarios desempeñan", el Gobierno de la isla prohibiera la lectura en las tabaquerías, y aunque en algunas fábricas se violaba la interdicción, las mismas quedaron definitivamente suspendidas al estallar la Guerra de Independencia en 1868.

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Desde entonces "la mesa de lectura de cada tabaquería fue tribuna avanzada de la libertad", como reconoció José Martí, el organizador de la siguiente y última guerra de independencia en la isla.

De hecho, el mensaje enviado por Martí desde el exilio con la orden de iniciar el 24 de febrero de 1895 el alzamiento definitivo contra España llegó a Cuba camuflado dentro de un tabaco.

Del convento a las tabaquerías

Si en la Edad Media la escasez de manuscritos en los conventos obligaba a la lectura en voz alta para compartir la información entre los clérigos, muchos años después el lector de tabaquería retomaría esa costumbre milenaria en un ambiente de trabajo que por su esencia manual y por el silencio reinante semejaba a un monasterio.

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En un principio el lector de tabaquería era elegido entre los propios torcedores y sus compañeros le pagaban una suma de dinero que compensaba lo que dejaba de ganar en el trabajo; con el tiempo se llegaron a realizar concursos para elegir a lectores cuya correcta dicción y ritmo de lectura garantizaran la buena recepción del texto leído, lectores a los que se pagaba con las aportaciones de los trabajadores de las fábricas.

Sentado en una silla situada en un entarimado en la parte central de la galera —se le llama así en recuerdo de la inspiración carcelaria de Nicolás Azcárate—, posición que lo elevaba por encima de los torcedores de tabaco, el lector de tabaquería les informaba en las mañanas de las noticias publicadas en diferentes órganos de prensa y en las tardes los seducía con textos literarios elegidos por los propios trabajadores.

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De algunos de aquellos textos saldrían los nombres de famosas marcas de tabaco cubano. La tragedia de William Shakespeare 'The Most Excellent and Lamentable Tragedie of Romeo and Juliet' sirvió para bautizar a los habanos Romeo y Julieta en 1875; de las aventuras de Edmundo Dantés narradas por Alejandro Dumas en 'El conde de Montecristo' saldría la marca Montecristo, creada en 1935 por las familias Menéndez y García.

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En los años 20 del pasado siglo, una novedad tecnológica amenazó con llevar a la extinción al lector de tabaquería: la radio. Supieron, sin embargo, entenderse y convivir sin sobresaltos bajo el mismo techo: si la radio llevó la música y las noticias del momento a la fábrica de tabaco, el lector continuó siendo un motivador que propiciaba la discusión y el debate que las voces fantasmales de los locutores radiales no podían promover.

Hacia los años 50 otro artilugio técnico, el micrófono, devino en valioso auxiliar del lector de tabaquería. Con el triunfo de la Revolución cubana en 1959 el lector dejó de vivir de la cooperación convenida por sus compañeros para recibir un salario como un trabajador más, y con la creciente incorporación de la mujer cubana a la vida laboral algunas pasaron a desempeñarse como lectoras, al punto que actualmente son mayoría en una labor a la que aportan su capacidad de sacrifico y la serena concentración que demanda la lectura.

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Así como la música cubana no se agota en la cadencia bailable del son y el ron Havana Club es el hijo más famoso, mas no el único, que tuvo en la isla la caña de azúcar, el lector de tabaquería —declarado merecidamente Patrimonio Cultural de Cuba y con esperanzas de que la Unesco lo nombre Patrimonio Intangible de la Humanidad— ha logrado el milagro de que el tabaco cubano trascienda el fugaz placer de la fumada y hunda sus raíces en el alma de un país al que legó para siempre una tradición exclusiva.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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