El propio objetivo de la insurrección resulta la primera de ellas. Se habla de la independencia como la razón toral del levantamiento, pero las mismas palabras de su cabecilla, el cura Miguel Hidalgo y Costilla, párroco de la iglesia de Dolores, abonan la polémica sobre el propósito verdadero de la revuelta. Si bien es cierto que no existe fuente documental alguna que de fe de las palabras con que Hidalgo arengó a los insurgentes durante el hoy llamado 'Grito de Dolores', los historiadores coinciden en señalar que en ellas no palpitaba ninguna vocación independentista. Los gritos de "¡Muera el mal gobierno!" y "¡Viva Fernando VII!" —Rey de España depuesto en 1808 por la invasión napoleónica—, apuntan, dicen, hacia la condena de las políticas virreinales y de los privilegios que los españoles les negaban a los nacidos en sus colonias, no hacia empeños emancipadores. Algunos historiadores van más allá y sostienen que el título de 'Padre de la Patria' que detenta Hidalgo es una dignidad que en realidad debiera portar su discípulo, y también sacerdote, José María Morelos, quien devenido en brillante estratega militar por las contingencias del destino logró sacar adelante al movimiento insurgente tras la captura y muerte de algunos de sus líderes primigenios, Hidalgo entre ellos.
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El hombre que nunca existió
Pero Miguel Hidalgo no es el único de los protagonistas de aquella gesta sediciosa cuya iconografía se presta a la controversia.
El 28 de septiembre de 1810, las tropas comandadas por Hidalgo cayeron sobre la ciudad de Guanajuato donde civiles y tropas realistas se habían atrincherado en la Alhóndiga de Granaditas. La maciza construcción, que habitualmente servía de granero, se había convertido en un refugio inexpugnable al que resultaba imposible acercarse sin perder la vida en el intento. Pese a todo, los insurgentes pudieron tomarla. El éxito de la acción recayó sobre las espaldas —nunca mejor dicho— de un hombre: Juan José de los Reyes Martínez —o Juan José Raya—, apodado 'el Pípila' —así se le llama en México a la hembra del pavo, y las pecas del rostro del insurgente remedaban el plumaje punteado de dicha ave—, quien protegido de las balas enemigas por una lápida que cargó en hombros logró incendiar la puerta que daba acceso al interior de la Alhóndiga, lo que permitió la entrada de los insurrectos. Aunque los historiadores no han encontrado rastros de la existencia real de 'el Pípila', la certidumbre del hecho histórico que representó la toma de la Alhóndiga de Granaditas bastó para darle cuerpo y nombre a un acto de valor con tintes de mito que con el tiempo detonó la proliferación de estatuas de 'el Pípila' por toda la geografía guanajuatense.
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Poco importan estas controversias e incertidumbres del pasado que resultan consubstanciales a toda historiografía —sólo en los regímenes totalitarios el pasado histórico se acomoda sin cuestionamientos a la dictadura del presente—. Como escribí hace unos años —en estas mismas páginas y por estas mismas fechas—, lo que realmente importa cada 16 de septiembre es el entendimiento de que esta fecha no debiera ser solo un festejo constitucionalmente calendarizado para evocar agradecidos "a los héroes que nos dieron la Patria"; debiera ser además ocasión propicia para tener presente esa verdad inscrita en relieve en la base del monumento que en Guanajuato inmortaliza la hazaña de 'el Pípila', inscripción que nos recuerda que en México "Aún hay otras Alhóndigas por incendiar".
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK