Dentistas, caries y poetas

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Sala de operaciones de un dentista - Sputnik Mundo
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No es el genoma el que iguala, sin distinción de género o etnia, a todos los seres humanos, sino ese pánico cerval a los dentistas inscrito también en nuestro ADN. 'Odontofobia' le llaman y es un temor comprensible hacia una profesión cuyos instrumentos de trabajo parecen haber sido diseñados por la mente tortuosa de algún inquisidor medieval.

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Taladros, pinzas, jeringas y objetos metálicos y puntiagudos de diversa laya son las herramientas con los cuales el dentista trabaja en una de las zonas más sensibles del cuerpo humano, aparatos que casi no vemos pues cerramos con fuerza los ojos apenas el dentista nos ordena abrir la boca. "Los dentistas, como los toreros, se pasan la vida pinchando en hueso", decía con su humor preclaro el comediógrafo español Enrique Jardiel Poncela. Es entendible entonces que recostados en un sillón de dentista nos tensionemos en espera de un dolor que sabemos inevitable; es entendible entonces que luego de padecerlo lo pensemos cien veces antes de someternos otra vez a un suplicio que no es estrictamente el del dolor sino el de su anticipación y ante el cual resulta imposible poner buena cara por más optimista que uno sea. Por ello también es cierta la frase del novelista estadounidense Joseph Heller: "Es verdad que optamos por la risa en casi todas las situaciones, con excepción de una que otra visita al dentista".

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La razón principal para que alguien visite a un dentista es esa "enfermedad multifactorial que se caracteriza por la destrucción de los tejidos del diente como consecuencia de la desmineralización provocada por los ácidos que genera la placa bacteriana" y que en castellano llamamos 'caries', un subproducto de la civilización y de los cambios que impuso en la dieta del 'homo sapiens' la revolución agrícola de hace 9.000 años, cambios que convirtieron al ser humano en víctima de bacterias bucales, como algunas especies de "estreptococos", que comenzaron a transformar en ácidos los azúcares incorporados a la nutrición. La palabra caries, que en latín significa 'podredumbre', designaba en sus inicios a la putrefacción de la madera. Algunos etimólogos van más allá y aseguran que su origen se remonta a la raíz hindoeuropea 'ker' que significa 'dañar', de la que también se deriva 'keraynos' (rayo), un vínculo que cualquiera que haya padecido las centellantes punzadas de un dolor de muelas comprenderá fácilmente.

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Como término médico, el uso de 'caries' aparece registrado en un antiguo tratado romano de Medicina para aludir a la descomposición de la osamenta humana. En los días del Renacimiento, la recuperación y generalización de los saberes clásicos puso a las 'caries' en boca de todos —donde siempre han estado- para designar exclusivamente a la destrucción de los dientes. 'Caries', valga la precisión, es una de esas palabras —como añicos, como exequias- que se utiliza invariablemente en plural, así sean una o treinta y dos las piezas dentales dañadas. Y una caries desatendida puede hacer añicos a la más resistente dentadura y, en caso extremo, adelantar las exequias del negligente portador.

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Si el francés Pierre Fauchard (1678-1761) es 'el padre de la odontología moderna' por sus aportes a esta rama de la Medicina —entre ellos el empaste dental—, el cariado más famoso del mundo se llamó Eben Frost, un músico estadounidense que el 30 de septiembre de 1846 se sometió a la extracción de un diente que le producía un intenso dolor. Lo singular del hecho radica en que fue previamente adormecido con 'éter sulfúrico', un preparado que lo insensibilizó durante casi un minuto, lapso que el dentista bostoniano William Thomas Green Morton aprovechó para extraerle la pieza dañada sin que sintiera dolor. Desde aquel día, Frost se convirtió en la prueba viviente de las bondades anestésicas del éter, lo que llevó a Morton a intentar su uso en el campo de la cirugía. Lo demás es historia, la dolorosa historia de la anestesia, que tuvo como principales actores a varios desdichados dentistas.

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Por mucha sensibilidad que se cree en torno a la igualdad entre el hombre y la mujer, un dilema los separará por siempre: "¿qué dolor es peor: el de parto o el de muelas?" Por la eventualidad de enfrentar los dos, obviamente las mujeres tienen la última palabra al respecto. Pero si bien hay muchas que juran no volver a tener hijos para no sufrir de nuevo la maldición bíblica de "parirás con dolor" otras confiesan que prefieren enfrentar esos sufrimientos antes que padecer el que provoca una muela cariada. Al menos eso hace pensar la historia de la dama que va al dentista y éste nota una mancha marrón sobre uno de sus dientes.

— "Ajá, caries. Le voy a tener que extraer este diente" —dice el dentista.

— "¡Oh no, antes que eso preferiría tener un niño!" —grita la dama.

— "En ese caso déjeme ajustar el sillón primero" —contesta el dentista.

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Más allá de la historia la certidumbre es una: tras el parto, por sufrido que sea, hay la recompensa de uno o más hijos; el alivio de un dolor dental es una felicidad que no borra lo padecido. Y si bien en La Biblia no existe una sentencia tan determinante sobre el dolor de dientes como la que castiga con sufrimiento al parto, en Éxodo 21:27 se valora tanto a esas 'perlas' que según los malos poetas llevamos en la boca, que al revelar Jehová Sus leyes concernientes a los siervos las dotó de poderío emancipador al declarar: "Y si hace saltar un diente a su siervo o a su sierva, lo dejará ir libre a causa del diente".

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En fin, puesto que la mala fama de los dentistas los precede —los niños y niñas juegan a 'enfermeras y doctores' pero nunca a 'odontólogos y asistentes'—, puesto que el dolor en el consultorio dental resulta al parecer un mal inevitable —incluso en estos tiempos de lidocaínas y mepivacaínas, anestésicos locales inyectables que generan 'belonefobia' o pánico a las agujas-, no queda más remedio que usar la estratagema de la mujer de otra historia que al inclinarse el dentista para comenzar a trabajar ella le agarró los testículos. Cuando el dentista le dijo: "señora, creo que ha tomado mi zona privada", ella le contestó: "Sí, vamos tener cuidado para no lastimarnos el uno al otro".

Lo único malo es que la estratagema no funciona si tras el cubrebocas del especialista se esconde una odontóloga.

No se puede hablar de dolores de muelas sin recordar estos divertidos versos de Pedro Calderón de la Barca, dramaturgo y poeta español del Siglo de Oro.

 

LA PENÚLTIMA

Pues señor, vaya de cuento,

dolíale a un hombre una muela;

vino un barbero a sacarla,

y estando la boca abierta:

"¿Cuál es la que duele?", dijo.

Dióle en culto la respuesta,

"la penúltima", diciendo.

El barbero, que no era

en "penúltimas" muy ducho,

le echó la última fuera.

A informarse del dolor

acudió al punto la lengua,

y dijo en sangrientas voces:

"La mala, maestro, no era".

Disculpóse con decir:

"¿No es la última de la hilera?"

"Sí", respondió, "mas yo dije

penúltima y usted advierta

que penúltimo es el que

junto al último se asienta".

Volvió, mejor informado,

a dar al gatillo vuelta

diciendo: "¿En efecto es

de la última la más cerca?"

"Sí", dijo, "Pues vela aquí"

respondió con gran presteza

sacándole la que estaba

penúltima; de manera

que quedó, por no hablar claro,

con la mala y sin dos buenas.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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