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Testigo presencial: el diplomático uruguayo que estuvo el Día de la Victoria en la Plaza Roja

© AFP 2023 / Kirill KudryavtsevSoldados rusos en la Plaza Roja en Moscú
Soldados rusos en la Plaza Roja en Moscú - Sputnik Mundo
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Emilio Frugoni, fundador del Partido Socialista del Uruguay, fue testigo del hecho que cambió la historia del siglo XX: el anuncio de la capitulación alemana, el 8 de mayo, en la Plaza Roja de Moscú, y los festejos que siguieron.

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En su libro 'La Esfinge Roja', Frugoni, que era Ministro Plenipotenciario de Uruguay, escribió las  impactantes memorias de ese día. Sputnik resume su relato.

"El día de la rendición de Alemania, el pueblo se echó a las calles (se había decretado fiesta) desde tempranas horas; y en todas partes se formaban grupos que enarbolaban banderas y se encaminaban hacia la Plaza Roja. Todo el día hubo allí una muchedumbre que se movía en una masa compacta, juntándose y desplazándose al impulso de las columnas de manifestantes que venían de los diversos barrios, recorriendo por lo general la Avenida Gorki, entre vivas al Ejército, a Stalin, a la Unión Soviética, etcétera, y entonando canciones.

En los sitios donde se escuchaban los altoparlantes que solían esparcir los acordes de músicas bailables modernas y cosmopolitas, se organizaban dentro de vastas ruedas de espectadores animados bailes en que tomaban parte numerosas parejas.

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Acá, una apeñuscada multitud de curiosos contemplaba a un hombre que tocaba el acordeón y a otro que bailaba y se movía como atarantado, intentando formar pareja con algunas chicas de aspecto campesino que se habían acercado probablemente atraídas por un ritmo que les era familiar.

Allá desfilaba otra multitud de mocetones y muchachas perseguida por una nube de chiquillos y guiada por tres o cuatro aleteantes banderas soviéticas.

De pronto se formaba un remolino de gente y el corro de los que rodeaban a los bailarines, casi se deshacía en una marejada de cabezas que se agrupaban en torno de otro centro de interés. Era que en eso pasaba por allí un viejo general, con su uniforme y sus medallas, y todos cuantos le veían comenzaban a rodear y seguir, aplaudiendo algunos, y los más limitándose a acompañarle en apretada hueste.

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A poco, otro remolino más en diferente sitio, por causa semejante. Se oían voces de ‘!Viva el Ejército Rojo!' Cuánto oficial de alta graduación aparecía era aplaudido y rodeado, formándose, a veces, por la simple agregación de curiosos que querían saber de qué se trataba, imponentes aglomeraciones".

Los grandes desfiles en la Plaza Roja

"Ese mismo día, 8 de mayo de 1945, a la hora 20.30, hubo un saludo de honor del Cuerpo de Ejército que tomó la ciudad de Praga, y se anunció para las 22.00 un discurso de Stalin por radio para toda la URSS. Al acercarse la hora, el gentío, que para escuchar los altoparlantes se concentró en la explanada del hotel —en uno de cuyos extremos se había armado un escenario al aire libre, ante el cual se hallaban estacionados no menos de cinco mil espectadores—, asumió proporciones de inundación.

Por la avenida Gorki se veía afluir un río humano que abarcaba todo el ancho de la avenida, de pared a pared, el cual no cesaba de volcarse en ese vasto espacio, donde llegó un momento en que podía calcularse se aglomeraban más de 300.000 personas.

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La Plaza Roja allá, en el fondo, percibiéndose en parte por sus calles de acceso, estaba ocupada por una multitud todavía mayor. A las diez en punto Stalin pronunció una breve alocución, escuchada en el más profundo silencio por aquel inmenso auditorio. Se detuvo por un instante la circulación de vehículos; y eran millones de cabezas las que aguardaban inmóviles y atentas en toda la extensión que podían abarcar nuestros ojos a la luz de los elevados faroles.

Una aclamación saludó al final del discurso, en el cual se tributaba un homenaje al Ejército Rojo por sus brillantes hazañas y al pueblo todo por su contribución abnegada al esfuerzo inenarrable de la guerra.

Al silencio con que fue escuchada la alocución, siguió el rumor de aquel mar contenido que volvió a ponerse en movimiento, a dar voces, a cantar e improvisar, dominado por un júbilo desbordante, bailes con música o sin ella, en medio de grandes corros, hasta que se anunció la salva de mil cañones para saludar la victoria definitiva y total.

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Una exclamación de admirativo estupor brotó de todos aquellos pechos ante el cuadro ofrecido por reflectores que de mil puntos distintos arrojaban a un tiempo al cielo sus chorros de luz. estos, semejando anchas cintas, formaban como una tienda colosal sostenida en su centro por una columna cónica, que no era sino la proyección anaranjada, más gruesa que otras, de un reflector colocado debajo mismo de nuestro balcón en la calle.

Eran los mismos reflectores, que trazando sus errantes pinceladas ese bellísimo cuadro, habían defendido a la ciudad contra los aviones alemanes imposibilitando sus ataques nocturnos o condenarlos al fracaso. Con ese espectáculo de prodigiosa escenografía, que así deleitaba al pueblo en un minuto más memorable de sus mayores expansiones de alegría, por la paz y el triunfo, se había salvado Moscú.

En las exclamaciones populares, al admirar, se mezclaba un sentimiento de gratitud con el asombro embelesado. Y luego, bajo esa carpa fantástica construida en el aire con soportes de luz y de tela de firmamento, se vió de pronto brotar la fantasmagoría de todo aquel jardín de encanto desparramado en flores ardientes, de diversos colores, que flotaban en lo azul y trenzaban una deslumbradora y efímera corona de estrellas a la ciudad, mientras se escuchaba el retumbar de mil cañones antiaéreos enfilados al río.

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Era sin duda un hábil escenógrafo el que había organizado esa escena de ensueño para rodear de tan estupendo marco la acción y la emoción de aquella innumerable multitud clamorosa. Luego cruzaron el cielo decenas de aviones que en un simulacro de combate fingían foguearse, bañados y envueltos por el resplandor plateado de los rectos caminos luminosos trazados en el espacio nocturno por el pantallazo de los reflectores. En tanto, en las calles y plazas, millones de corazones, muchos de ellos sangrantes y acongojados, palpitaban en una actitud que parecía tener, por momentos, algo de recogimiento religioso en un colosal templo cristiano, y por momentos, algo de férvida expansión dionisíaca.

Así terminó esa celebración del magno acontecimiento histórico. Cuantos presenciamos ese espectáculo tuvimos la conciencia de haber vivido uno de esos minutos que pasan en el tiempo, pero quedan prendidos como clavos o como estrellas en nuestra frente".

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