Stephens y sus colegas reunieron a tres decenas de voluntarios, cada uno de los cuales pasó una de las pruebas de fuerza o resistencia: pedalearon una bicicleta estacionaria o apretaron un dispositivo que mide la fuerza de prensión manual.
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Resultó que el uso de palabras abusivas realmente hace a los atletas más fuertes: consiguieron utilizar un 10% más de energía durante el ejercicio en la bicicleta estacionaria y aplicaron un 20% más de fuerza al apretar el dispositivo especial.
Al comparar estos resultados con los datos de medición, los investigadores descubrieron inesperadamente que los insultos no tienen nada que ver con la respuesta fisiológica al peligro.
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El ritmo cardíaco, las variaciones en el pulso, la presión sanguínea y las propiedades eléctricas de la piel de los participantes 'callados' y 'groseros' no hicieron ninguna diferencia.
Por lo tanto, la razón del efecto del uso de palabras abusivas, que estimulan a la persona y la hacen más resistente, sigue sin conocerse. Stephens bromeó con que "todavía no entendemos la fuerza de las palabrotas".