La engañosa geografía del buen comer

© Flickr / Steve DunhamEnchiladas suizas
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¿Qué tienen en común la torta cubana, el cacahuate japonés y las enchiladas suizas? La respuesta es bien sencilla: son delicias incorporadas a los hábitos gastronómicos de los mexicanos, pero unas perfectas desconocidas en las tradiciones culinarias de Cuba, Japón y la Federación Helvética.

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Las enchiladas suizas —según refiere una extendida leyenda urbana— nacieron a principios del pasado siglo en el "Café Imperio", un local en la ciudad de México que se destacaba por platillos en los que se combinaba lo europeo y lo mexicano. Lo regenteaba un coahuilense desplazado por la Revolución de 1910 cuyo padre había trabajado como mayordomo para Maximiliano de Habsburgo y atesoraba recetas de la casa real austrohúngara. El día en que los cocineros del lugar elaboraron unas enchiladas con pollo deshebrado dentro de las tortillas dobladas a las que bañaron en salsa verde y recubrieron con queso gratinado, alguien comentó —se dice que Walter Sanborn, en cuyos establecimientos se harían famosas— que aquella presentación de las tradicionales enchiladas mexicanas le recordaba a los Alpes suizos.

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Desde entonces esa forma de prepararlas quedó unida, siquiera nominalmente, a la tierra del legendario Guillermo Tell, como mismo sucedió, al menos en el ámbito de la hispanofonía, con una bebida alcohólica creada en Holanda en el siglo XVII a la que por el nombre en catalán de la planta de la que se obtiene (ginebre, "enebro", en español) recibe en castellano el nombre de la famosa ciudad suiza en la que nacieron Jean-Jacques Rousseau y Ferdinand de Saussure y en la que vivieron un trecho de sus vidas Jorge Luis Borges y François-Marie Arouet "Voltaire".

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Si encontrar enchiladas suizas en Ginebra o en cualquiera otra ciudad de Suiza es tarea imposible, también lo es encontrar cacahuates japoneses en Tokio y sus alrededores. Los originales los creó el japonés Yoshigei Nakatani, hacia 1945, pero en la ciudad de México. Como nunca patentó el nombre ni el proceso de producción, hoy lo venden compañías trasnacionales como Sabritas y Barcel, por lo que se han convertido en unas botanas o aperitivos extremadamente populares. Por su parte, a la ya referida torta cubana se le puede añadir otro producto también ausente en Cuba a pesar de su engañoso linaje: el chile habanero. Si la primera debe su nombre a la calidad y cantidad de sus ingredientes, pues al pan se le pone jamón, queso, frijoles refritos, tomate, cebolla, aguacate, chiles, crema, ingredientes que en México relacionan con el atractivo intelectual y físico de las cubanas —"tienen de todo", dicen, refiriéndose tanto a las tortas como a las cubanas—, en el caso del chile habanero el apellido le viene por la ciudad de donde levaban anclas los navíos cargados de pimientos hacia España, lo que llevó a creer en el Viejo Mundo que La Habana era su tierra originaria, error que se regresaría y se difundiría en este lado del Atlántico.

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No son estos los únicos casos en que gastronomía y geografía se contradicen. La salsa Tabasco, esa que los camareros de todos los restaurantes del mundo acercan a los turistas mexicanos cuando preguntan ansiosos por algún condimento picante, no se produce en el estado mexicano del que toma el nombre. Se elabora desde el siglo XIX en los Estados Unidos y su única relación con México es que la fórmula original —que lleva chile tabasco rojo— la inventó una empresa azteca comprada en 1868 por un banquero de Maryland cuyos descendientes la fabrican hasta hoy. Cercana historia tiene la salsa holandesa —sirve para acompañar pescados o ensaladas y se prepara con mantequilla, zumo de limón, sal y yemas de huevo como emulsionante—, que a pesar de su apellido es nativa de Francia. La concibió el "chef de cuisine" Marie-Antoine Carème, y como utilizó mantequilla hecha en Holanda tuvo la deferencia de reconocer ese aporte.

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La hamburguesa y la pizza hawaiana son otro par de alimentos que poco o nada le deben a la toponimia que evocan. La primera monopoliza en su nombre el del puerto alemán del que zarparon los migrantes que llevaron a Estados Unidos una forma de preparar la carne de res —en la que se combinan tejidos grasos y magros— que sería la base del bocadillo que convirtió en millonarios a los hermanos Richard y Maurice McDonald. La pizza hawaiana, por su parte, es de origen canadiense según unos, o alemán según otros. A Sam Panapoulos, de origen griego y residente en Ontario, Canadá, se le adjudica el mérito de combinar en el tradicional platillo italiano sabores dulces y salados (jamón, queso y piña), mérito que también se reclama para el cocinero alemán Clemens Wilmenrod, quien inventó la tostada hawaiana con los mismos ingredientes que más tarde harían de la pizza homónima una de las más populares del mundo. En medio de tanta fusión de sabores y confusión de orígenes, la única certidumbre que se tiene respecto a la famosa pizza es que no nació en el paraíso de los surfistas y el más joven de los estados de la Unión americana.

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Cuentan que hacia 1860, Lucien Olivier, un cocinero francés con ascendencia rusa creó en el restaurante que dirigía en Moscú una ensalada hecha con diferentes carnes, caviar, alcaparras, papas cocidas, huevos y pepinos, todo ello recubierto con mayonesa, mostazas y especias. El platillo adquirió gran fama entre la aristocracia rusa bajo el nombre de "ensalada Olivier" y pronto fue replicado por sus competidores. En 1917, tras la caída del zar Nicolás II, los exiliados rusos llevaron a otros países la receta de lo que empezó a llamarse como tenía que ser: ensalada rusa, la cual adquirió carta de ciudadanía en naciones como España, Argentina o Perú, por lo que no resulta errado hablar de "ensalada rusa" argentina o "ensalada rusa" peruana por más que desconcierte un poco ese apareamiento geográfico. Un proceso similar ocurrió en Cuba en la década de los años 80 del pasado siglo cuando llegaron los primeros envíos de carnes enlatadas provenientes de la Unión Soviética. Su popularidad fue tal que la gente comenzó a llamar a esa carne enlatada "carne rusa". Años después una mercancía similar llegó desde Argentina, pero la fuerza de la costumbre se impuso —por antonomasia, dirían los retóricos— y la población se refería a ella como "carne rusa" argentina. No está de más agregar que la técnica de conservar alimentos enlatados se debe al cocinero francés Nicolás-François Appert (1749-1841).

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Una anécdota para concluir. También en Cuba, en la década de los noventa y en medio del llamado "período especial" (eufemismo de "crisis económica"), en algunas panaderías del país se puso de moda el muy anunciado "PAN DE HALLER", un alimento que en principio desconcertó a todo el mundo pues nadie sabía de qué incognoscible rincón de Alemania o Suiza provenía. Pero bastaba con preguntarle a quien lo vendía y el misterio se aclaraba de inmediato: el anuncio, escrito por alguien peleado a muerte con la ortografía, simplemente informaba que estaba a la venta el pan que había sobrado del día anterior, es decir el "pan de ayer".


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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