La Revolución mexicana a 18 fotogramas por segundo

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El 14 de agosto de 1896, en el sótano de una droguería, un grupo de asombrados espectadores asistieron a la primera función pública de cine en México.

No lo sabían entonces, pero algunas de las 'vistas' que presenciaron fueron las mismas que poco más de medio año antes, el 28 de diciembre de 1895, habían visto en París, Francia, en un café situado en el número 14 del bulevar de las Capuchinas, los afortunados testigos del nacimiento del cine.

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Sin embargo, aquellos atónitos mexicanos no fueron los primeros espectadores de cine en el país. Ocho días antes, en un salón del castillo de Chapultepec, el presidente Porfirio Díaz —junto a otras cuarenta personas, entre familiares y funcionarios del Gobierno— había conocido el cinematógrafo de la mano de Gabriel Antoine Veyre y Claude Ferdinand Bon Bernard, quienes se encontraban en México como enviados de los hermanos Lumière, los inventores de aquel prodigioso aparato que permitía tomar y reproducir imágenes en movimiento.

Como en muchos otros lugares del mundo donde los representantes de los Lumière dieron a conocer el cinematógrafo, la respuesta del público mexicano fue notablemente entusiasta ante aquella "invención sin ningún futuro" (según el errado vaticinio de los propios Lumière), al punto que Veyre y Bond Bernard tuvieron que ofrecer funciones diarias para satisfacer los anhelos de unos espectadores deslumbrados por imágenes en las que "están perfectamente fotografiados los movimientos: hay vida natural y animación en ellas, y todo produce un efecto por demás maravilloso", como reseñará un periodista en El Monitor Republicano el 16 de agosto de 1896.

La Revolución mexicana como 'reality show'

Hacia 1897, los hermanos Lumière dejaron de enviar representantes a los cuatro puntos del globo para promocionar su invento y se concentraron en la fabricación y venta del cinematógrafo. Ello condujo a que las películas que los concesionarios exhibían en los territorios adonde llegó el cine pronto agotaron, por su repetición, la capacidad de asombro de los espectadores; condujo asimismo al surgimiento de "realizadores" en los países donde se necesitaban nuevas películas para proyectar.

México no estuvo ajeno a este fenómeno que marcó el inicio de muchas cinematografías nacionales. Hacia principios del siglo XX ya contaba con figuras como los hermanos Salvador, Carlos, Eduardo y Guillermo Alva, Salvador Toscano, Guillermo Becerril, Jesús Hermenegildo Abitia y Enrique Rosas, quienes pasaron de la exhibición a la realización cinematográfica, tanto de ficción como documental. Cuando el 20 de noviembre de 1910 estalló la Revolución mexicana ya existía en el país una incipiente industria cinematográfica que podía presumir de directores y títulos propios. Gracias a ello, el conflicto armado que definió el rostro del México contemporáneo fue el primero en la historia que tuvo su respaldo en celuloide.

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En efecto: en medio del caos que supone toda guerra, el de índole informativa no es el menos preocupante. Para un pueblo abrumado por informaciones discordantes y fragmentadas, las imágenes del conflicto que se exhibían en los cines del país le procuraban un testimonio bastante fiel del mismo. Y no sólo porque en aras de la objetividad los cineastas evitaban tomar partido y filmaban a todos los bandos en disputa, sino también porque los líderes de estos sabían del poder propagandístico del cine y marchaban a las batallas con su propio séquito de realizadores. Así, mientras los hermanos Alva cabalgaron junto a Francisco I. Madero, y a ellos debemos 'El viaje de Madero de Ciudad Juárez a la capital' (1911), Jesús H. Abitia, amigo de la infancia de Álvaro Obregón, documentó las andanzas del futuro presidente de México (1920-1924) cuando era jefe de división del Ejército Constitucionalista que lideraba Venustiano Carranza en cintas como 'Llegada de tropas de Obregón a Guadalajara' y 'Marcha del ejército constitucionalista por diversas poblaciones de la República y sus entradas a Guadalajara y México', rodadas ambas en 1914.

Pero fue José Doroteo Arango Arámbula, mejor conocido como 'Pancho Villa', quien convirtió a la cámara cinematográfica en una aliada entrañable que ayudó a cimentar su leyenda. Lo épico y lo cotidiano del 'Centauro del Norte' quedaron registrados para siempre por camarógrafos norteamericanos tras firmar Villa el 5 de enero de 1914 un contrato con la Mutual Film Corporation, por la cantidad de 25.000 dólares, en el que les confería los derechos exclusivos para filmar sus batallas, una transacción que le garantizaba no solo la difusión internacional de su causa sino además los recursos financieros necesarios para sostener a su ejército (el 20% de lo recaudado en taquilla). Refiere la leyenda que algunos de sus combates fueron pensados más en función de la puesta en pantalla (en horas de la tarde en vez de por la noche, sacrificando el factor sorpresa) que de la estrategia militar, lo que haría a Pancho Villa un precursor involuntario de los modernos 'reality shows'.

Para algunos historiadores, la Revolución mexicana concluyó en 1917 con la aprobación de la Constitución que hasta hoy rige los destinos del país. Su impacto sobre el cine se extendió más allá de sus fronteras. Otro conflicto armado, la I Guerra Mundial (1914-1918), también quedó registrado en rollos de películas por documentalistas que filmaron sus combates apegados al lenguaje con que sus colegas mexicanos habían captado el estallido social de 1910, un lenguaje balbuceante, es cierto, pero que se alejaba ya del estilo de las 'vistas' de los Lumière para dotar a las cintas de un realismo que iba más allá del registro mecánico de las imágenes, un lenguaje nuevo porque los cineastas editaban las imágenes para lograr una narrativa comprensible por el público, filmaban los prolongados desfiles de las tropas para que el espectador tuviera una clara idea de la dimensión de la contienda, se apostaban junto a los cañones para captar el fragor del combate en la violencia de sus disparos y desde trenes en movimiento lograban magníficos 'travellings' que aún no recibían ese nombre.

Ironía del destino: el general Porfirio Díaz jamás hubiera podido imaginar que aquel invento que tomaba y proyectaba entre 16 y 18 fotogramas por segundo (fps) cuando lo conoció en México en el lejano agosto de 1896 (subió a 24 fps con la llegada del sonido), y que le cautivara de inmediato como otras muchas maravillas provenientes de Francia, habría de ser testigo excepcional de la Revolución que lo despojaría del poder y lo llevaría a un exilio sin regreso en la Galia de sus amores.


LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK

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