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Uruguay: ser nuevo migrante en el país de los descendientes de los barcos

© AP Photo / Matilde CampodonicoMontevideo, Uruguay
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MONTEVIDEO (Sputnik) — Como es senegalés, Bassirou Dione ha tenido que acostumbrarse a que lo llamen "Bob Marley" en Uruguay, este país donde casi toda la población "desciende de los barcos", pues se conformó con cientos de miles de inmigrantes, principalmente españoles e italianos, que llegaron en los últimos tres siglos desde Europa.

Este país, cuyos indígenas fueron casi exterminados en el siglo XIX, "te da la oportunidad de obtener la cédula de identidad rápidamente, pero después no es tan abierto como me decían, cuando camino por la calle me miran raro; creen que por ser negro vas a robarles, es algo muy incómodo", cuenta Dione, quien asegura sentir la discriminación cada día.

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En los últimos años Uruguay ha recibido más población de la que ha expulsado tras una década de bonanza económica que no solo ha ayudado a que retornen los uruguayos emigrados, sino a que se instalen más extranjeros que ya suman 77.033, principalmente latinoamericanos.

La facilidad para obtener los documentos necesarios para establecerse legalmente, como la cédula de identidad o la residencia, es un atractivo añadido para los recién llegados, que sin embargo echan en falta medidas que los ayuden a conseguir una integración real.

Las miradas y los comentarios que Dione escucha cuando pasea junto a su mujer y su hija se han convertido en algo habitual pero, pese a ello, no se arrepiente de haber emigrado.

Se autodefine como aventurero y está convencido de que el racismo "se da por ignorancia y no por maldad".

Salió en 2007 de Senegal, donde su nivel de vida le permitía cubrir sus necesidades.

Antes de llegar a Uruguay, pasó varios años en España, donde conoció a su mujer.

"El viaje te da coraje, experiencia, te ayuda a madurar", asegura Dione, quien trabaja como cuidador de personas mayores.

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Anteriormente tuvo otro empleo como reponedor en un supermercado, una experiencia nada agradable ya que su jefa, explica, "no paraba de vigilar" e incluso tenía que avisar para ir al baño "mientras que con el resto de trabajadores no lo hacía", dice indignado.

El episodio más desagradable que ha vivido en Uruguay hasta el momento ocurrió hace algunas semanas cuando compraba en una tienda del barrio cuyo propietario le echó al grito de "negro extranjero sal de mi almacén, no te quiero ver acá".

Dione no quiso acudir a la Policía, pero presentó una denuncia a la Comisión Honoraria contra el Racismo, la Xenofobia y Toda Otra Forma de Discriminación, un organismo que examina las quejas y puede brindar un servicio de asesoramiento para las personas que hayan sufrido discriminación o actitudes racistas.

Pasado un tiempo, el propietario del almacén le pidió disculpas.

Las denuncias por racismo o xenofobia ante la Comisión, creada en 2007, no son habituales, aunque la mayoría de los extranjeros ignoran que exista un organismo para tales quejas y las organizaciones que trabajan con inmigrantes aseguran que la discriminación es parte de la experiencia diaria de estas personas.

"Uruguay tiene un infinito potencial para ser un país de puertas abiertas, como le gusta narrarse a sí mismo, pero le falta mucho para poderlo concretar, además de los avances a nivel administrativo, hay que involucrar a muchos más agentes", afirma la abogada Valeria España, especialista en derechos humanos.

A golpes

Otro colectivo vulnerable es el de las trabajadoras domésticas.

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En este sector que ocupa a algo más de 109.000 mujeres, según la Encuesta Continua de Hogares de 2012, hay cada vez más bolivianas, paraguayas y peruanas, si bien no existen cifras detalladas.

Olga, quien no quiso dar su apellido, es una de ellas.

Exfuncionaria del Gobierno peruano, fue una de las miles de trabajadoras del sector público que perdió su puesto cuando el presidente Alberto Fujimori (1990-2000), actualmente en prisión, redujo el tamaño del Estado del país andino.

Olga, con 47 años, se vio forzada a emigrar en busca de mejores condiciones.

Llegó por tierra hace 15 años junto a otras mujeres, atravesando Bolivia y Paraguay, y una vez instalada en una pensión uruguaya, solo pudo encontrar trabajo en el servicio doméstico.

Nunca había salido de Perú, donde dejó a sus tres hijos, "pero así fue, a golpes", comenta mientras recoge con sumo cuidado los granos de azúcar caídos junto al café.

Cuando comenzó a trabajar, sus jornadas se prolongaban hasta 12 horas y apenas descansaba.

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Sin embargo, desde que en 2006 entró en vigor la ley uruguaya que regula el trabajo doméstico su situación ha mejorado notablemente, ya que limita la duración de la jornada laboral a ocho horas diarias y establece descansos obligatorios, entre otros derechos.

Hasta 2005, Olga no tuvo cédula de identidad ni aumentos de sueldo ni seguridad social.

Ahora lamenta haber perdido cinco años de aportes para su jubilación porque "si lo reclamara significaría volver a pelear con los patronos".

"Fue duro, tuve que ser muy fuerte para defender mis derechos, a mi patrón no le gustó (la ley), pero sé cómo defenderme, ya lo hacía en Perú cuando estaba en el sindicato", sostiene.

Pese a las dificultades, Olga se siente a gusto en Uruguay, pero tiene claro que quiere volver a su Chiclayo natal (norte de Perú) y disfrutar allí de su jubilación dentro de unos años.

El regreso es precisamente uno de los temas recurrentes cuando se habla de emigración: la vuelta al lugar de origen, de ser posible con un pequeño colchón económico.

Pero no todos hacen ese viaje de retorno; muchos se quedarán en el país al que emigraron.

El reto de Uruguay es lograr que estos nuevos inmigrantes permanezcan y participen en igualdad de condiciones.


*Este artículo es parte de un reportaje realizado en el marco del taller en línea sobre discriminación de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).


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