"Los dioses tejen desgracias para que a las nuevas generaciones no les falte qué cantar"
-Homero
El día en que lo velaron fueron tantos los dolientes de Carlos Kindelán, que nadie recuerda hoy si otras familias lloraron a sus muertos aquella infausta fecha en que la Funeraria Maulini, de Víbora Park, pareció no acoger otro velorio en sus salas. Allí estaban sus familiares más cercanos: Hilda, la madre, fuerte en su dolor; Cachita, la hermana, a quien la muerte de Carlos descompensaría por completo; Juan y Rubén, los hermanos mayores, dolidos hasta el desgarramiento; Pablo Mena, el tío que años atrás fuera su preparador físico durante la recuperación posterior al trasplante, y quien en medio de su aflicción halló fuerzas para nuclear a la familia…
Hacia las cuatro de la tarde, una hora después de lo establecido, pues los familiares habían pedido ese aplazamiento para que la gente que se enteraba por la radio de la sorpresiva muerte de Carlos tuviera tiempo de verlo por última vez, partió el cortejo fúnebre rumbo al Cementerio de Colón. Fue un recorrido largo: tras avanzar por Santa Catalina, adonde había llegado procedente de la Calzada de 10 de Octubre, el coche funerario pasó junto a la Ciudad Deportiva, en uno de cuyos terrenos Carlos había jugado béisbol por última vez en su vida apenas quince días antes. Al acceder a la avenida de 26, el cortejo rebasó el Instituto de Nefrología, donde años atrás se le realizara la primera de las hemodiálisis que luego se le harían familiares. Fueron dos momentos de extraño simbolismo que compendiaron sucintamente las estrellas que marcaron el destino de Carlos: su pasión por el béisbol, su condición de trasplantado. Finalmente, de la avenida de 26 el cortejo dobló por Zapata, y luego del forzoso desvío hacia 23 tomó rumbo a la entrada del camposanto, donde Javier Dreke se encargó de leer las palabras de despedida, con calma y sin equivocarse, como si la sobria relación de la vida deportiva de Carlos desde la niñez hasta su participación en los equipos Cuba estuviera dirigida al amigo enterrado y no para los allí reunidos.
El texto, escrito de prisa hacia las tres de la tarde, apenas una hora antes de la aplazada partida del sepelio, dejó a los presentes con el deseo de seguir escuchando mucho más acerca de Carlos. Pero ya todo estaba dicho en aquellas concisas líneas que preludiaron la retirada de la familia y demás concurrentes. Unos pocos amigos habrían de permanecer en el cementerio un tiempo indefinido, confortándose mutuamente con la idea de que no verían jamás a Carlos porque estaba en Matanzas, era muy "barco" (voluble) y por eso no los llamaría ni vendría, el muy cabrón, a compartir con ellos.
Epílogo
Días antes de su muerte, como ya era habitual, Carlos había viajado de Matanzas a La Habana para someterse a uno de los periódicos chequeos médicos que su condición de trasplantado le imponía. Viajó sin abrigarse, en la camioneta de un amigo, una noche fría y húmeda que premió su despreocupación con un catarro al que concedió poca importancia, embargado, como estaba, por un amor desavenido que había logrado hacer infrecuente en su rostro la sonrisa grande y franca que lo caracterizaba. Cuando llegó a la casa de la madre en La Güinera, aunque aún no lo sabía, ya tenía afectado un pulmón, y la piel edematosa de sus hinchadas piernas revelaba claramente que sufría una insuficiencia renal. El domingo 15, para los médicos que lo ingresan en la cama siete de terapia intermedia del hospital "Hermanos Ameijeiras", adonde llegó conducido por su madre, era evidente que su cuerpo le estaba haciendo rechazo al riñón trasplantado.
Sometido a las hemodiálisis de rigor, el estado de Carlos comenzó a mejorar. El martes 17, la preocupación de los especialistas se centraba en la neumonía, que entonces afectaba ambos pulmones, más que en la situación delicada de su único riñón. El miércoles, sin embargo, luego de examinar la radiografía que había ordenado, uno de los médicos que lo atendía hubo de confesarle a la madre que había perdido la última esperanza. El organismo de Carlos, inmunodeprimido por los medicamentos que tomaba para evitar el rechazo al riñón, no pudo rebasar aquel ataque oportunista a los pulmones. Esa noche, en medio de un enfebrecido letargo, Carlos Kindelán dirigiría todo un juego de pelota sin saber que su madre constituía el espectador más solitario y triste del mundo. Era el inicio de un delirio al que sólo la muerte, hacia la puesta de la tarde del siguiente día, pondría punto final.
Sin embargo, más que el delirio de un moribundo, a mí, que no le conocí personalmente y por ello sólo puedo intentar evocarlo torpemente en estas fugaces líneas que escamotean al padre justo, al hijo bueno, al hermano cariñoso y al amigo leal, se me antoja un adiós previsible en un hombre para quien el béisbol, ese fervor de multitudes, había sido una pasión definitoria, y cuya ejemplo me seduce —cito a Octavio Paz- "no por ser el mejor, sino por ser único".
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK