Eutanasia

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En el tercero de sus famosos viajes, el capitán Lemuel Gulliver visitó la isla de Luggnagg, donde conoció a los “struldbrugs”, seres sentenciados a la inmortalidad.

En el tercero de sus famosos viajes, el capitán Lemuel Gulliver visitó la isla de Luggnagg. Allí conoció a los “struldbrugs”, unos seres sentenciados a la inmortalidad pero no ajenos a los sufrimientos de la vejez. De ellos supo que

“[…] cuando veían un funeral se lamentaban y afligían de que los otros llegaran a un puerto de descanso al que ellos no podían tener esperanza de arribar nunca. No guardan memoria sino de aquello que aprendieron y observaron en su juventud, y para eso, muy imperfectamente […]; A los noventa años se les caen los dientes y el pelo. A esta edad han perdido el paladar, y comen y beben lo que tienen sin gusto, sin apetito. Las enfermedades que padecían siguen sin aumento ni disminución. Cuando hablan olvidan las denominaciones corrientes de las cosas y los nombres de las personas, aun de aquellas que son sus más íntimos amigos y sus más cercanos parientes. Por la misma razón no pueden divertirse leyendo, ya que la memoria no puede sostener su atención del principio al fin de una sentencia, y este defecto les priva de la única diversión a que sin él podrían entregarse […]. Como el idioma del país está en continua mudanza, los struldbrugs de una época no entienden a los de otra, ni tampoco pueden, pasados los doscientos años, mantener una conversación que exceda de unas cuantas palabras corrientes con sus vecinos los mortales, y así, padecen la desventaja de vivir como extranjeros en su país […]. Constituían el espectáculo más doloroso que he contemplado en mi vida”.

El pasaje citado “in extenso” no es sólo una dura sátira contra la quimera de la vida eterna; puede leerse también como un alegato a favor del suicidio, sobre todo ahora que el deceso voluntario de Brittany Maynard, la joven estadounidense aquejada de un cáncer terminal que decidió poner fin a su vida hace apenas unos días, ha reavivado la polémica sobre la muerte asistida.

El rechazo a la legalización de la eutanasia es de las pocas materias donde en ocasiones Ciencia y Fe coinciden. El argumento es el mismo: el respeto a la vida humana. El mandato bioético de “primum non nocere” (“en primer lugar no hacer daño”) y el bíblico “No matarás” se erigen en axiomas, ergo, en evidencias que no necesitan confirmación. La vida ciertamente es un regalo, pero un par de zapatos que aprieten y conviertan el andar en un tránsito doloroso también pueden serlo y ello no implica usarlos a la fuerza como si se tratara de un penoso deber. La levedad del argumento, espero, no invalida su pertinencia.

Así como no entiendo la inflexible postura de la Iglesia católica contra el suicidio –vale recordar que Jesús, si bien no por mano propia, también procuró asistencia para su muerte redentora, según aventuró John Donne en su “Biathanatos”–, tampoco entiendo los balbuceos racionales sobre un tema que puede abreviarse a un motivo cardinal: el respeto a la decisión de quien resuelve desde la libertad que le confiere su albedrío sobre la hora final de su existencia, el mismo respeto que merece, por supuesto, quien resuelve desde la libertad que le confiere su albedrío asistir (o no) a quien solicita ayuda para morir.

Hablar aquí de libre albedrío no supone elegir entre la vida y la muerte: es elegir entre eutanasia y distanasia. Quienes se oponen a la eutanasia califican de dudosa esta libertad de elección, de la que sospechan está condicionada por factores sociales como la soledad y el abandono. La muerte voluntaria de Brittany Maynard rodeada de familiares y amigos, sus sentidas palabras de despedida –“Este mundo es un lugar hermoso […]. Propaguen buenas energías”– desmienten tales recelos.

De ahí que todos esos testimonios de personas que apuestan por la vida enfrentado a los mismos dolores y sufrimientos ante los que otros sucumben, si bien son válidas historias motivacionales no deben erigirse en paradigmas. La complejidad de la existencia humana no puede encorsetarse en los fulgores del triunfador o en la sombras del vencido. Entre ambos extremos –que suelen tocarse, como observa también Donne en el "Muera yo con los filisteos" que refiere la historia bíblica de Sansón– hay destinos propios sobre los que no obra otra fuerza que la voluntad individual. De ahí que “no dejes que nadie decida cómo debes vivir tu vida”, una de esas frases que la gente gusta encuadrar sobre fondo negro en su muro de Facebook –y se la atribuye a creadores tan dispares como William Shakespeare o Paulo Coehlo–, debiera tener como justo corolario el no dejar que nadie decida tampoco sobre cómo afrontar tu muerte.

Porque legislar a favor de la eutanasia no es incitar a la sociedad al desahucio y eliminación de ancianos y enfermos terminales ni apostar por el suicidio como solución primaria contra el dolor y el sufrimiento; legislar a favor de la eutanasia es establecer un marco legal que proteja a quienes a ella recurran de praxis médicas que se encarnizan en prolongar la vida como evento biológico, en franco olvido de que los humanos somos algo más que un montón de células programadas para que nos perpetuemos como especie a través de la reproducción y para que excretemos, tras un complicado proceso metabólico, los alimentos que nos sostienen como individuos. Si aspiramos a una vida digna, ¿por qué no también a una muerte digna?

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