El partido demócrata y el presidente Obama se juegan su capacidad de influencia durante los próximos años en las elecciones al Congreso y al Senado que hoy se celebran en EEUU.
También hay elecciones a gobernador en varios Estados, pero su resultado, siendo importante, no aliviará a los demócratas de una hipotética derrota en un Senado que renueva un tercio de sus representantes.
Con el Congreso casi asegurado por los republicanos, que repetirían mayoría, la gran batalla tendrá lugar en un puñado de Estados del Medio Oeste y el Profundo Sur, bastiones tradicionales de los conservadores. De los cien escaños en juego actualmente 55 pertenecen a los demócratas y 45 a los republicanos, pero todo podría cambiar con un vuelco de apenas 6 senadores.
Cabe la posibilidad de que en dos de los Estados más reñidos, Luisiana y Georgia, ninguno de los candidatos alcance la mayoría necesaria, lo que obligaría a una incierta segunda vuelta. Iowa, territorio bisagra cuyos comicios suelen marcar la agenda política, verá una encarnizada lucha entre el senador demócrata Bruce Braley, que pela por repetir el éxito de su antecesor, Tom Harkin, en el cargo desde 1985, frente al irresistible ascenso de la candidata republicana, Joni Ernst.
Arkansas, base tradicional del matrimonio Clinton, también concentrará la atención del país. En Kansas, con el senador republicano Pat Roberts a la baja, el pronóstico es tan imprevisible como decisivo. En contra suya juega el candidato independiente Greg Orman. Que Roberts ya no concitada la vieja unanimidad de tiempos pretéritos lo probaría el hecho de que el entrenador del equipo de fútbol americano de la Universidad de Kansas, Bill Snyder, ha pedido disculpas por haber aparecido en un anuncio en el que apoyaba al senador Roberts. Dakota del Sur, West Virginia y Montana parece que apoyarán la causa republicana. New Hamphsire, Colorado, Alaska o Carolina del Norte serán claves.
Dos son los factores que ayudan a explicar la precaria situación demócrata: la baja popularidad de Obama en los sondeos, agravada por la política exterior en Irak o la gestión de la crisis del ébola, y sobre todo el monumental enfado del votante latino.
La decisión de posponer la reforma migratoria hasta después de las elecciones, en un año que vio una avalancha de niños inmigrantes procedentes de Centroamérica, ha erosionado de forma considerable la ilusión de unos hispanos que esperaban mucho más del presidente. Retrasar las iniciativas tendentes a regularizar la situación de los indocumentados, acelerar las deportaciones o mantener en la incertidumbre a los llamados "dreamers" ha exacerbado el sentimiento de orfandad de unos votantes dispuestos a quedarse en casa.
Muchos hispanos consideran que sus problemas fueron arrinconados por la Casa Blanca. El puro cálculo electoral puede explotar en las manos de unos demócratas que necesitan más que nunca de los hispanos.
Que Obama es un presidente que ha perdido buena parte del atractivo lo demuestra el hecho de que apenas ha participado en actos electorales. La decisión de llamar o no al presidente corresponde a la oficina de cada candidato.
Muchos han preferido mantenerse apartados de un Obama hundido en los sondeos de popularidad. Hillary Clinton o el vicepresidente Joe Biden, por el contrario, sí han participado en numerosos mítines. No es casual que sean dos de los pesos pesados del partido con más posibilidades de postularse a las elecciones presidenciales de 2016.
