La chicuela y el vagabundo: Mafalda y Charlot festejan aniversarios

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Mafalda y Charlot serían amigos entrañables. El vagabundo estaría encantado con esa chiquilla eternamente inconforme, y a la niña le habría gustado compartir con ese hombrecito tierno.

De haberse conocido, Mafalda y Charlot serían amigos entrañables. El vagabundo estaría encantado con esa chiquilla preguntona, eternamente inconforme, y a la niña de seguro le habría gustado compartir sus preocupaciones con ese hombrecito tierno, ajeno a las solemnidades de la adultez, capaz de improvisar una entretenida danza con sólo dos tenedores y un par de panecillos.

Mafalda y Charlot son el Sancho y el Quijote de nuestra época. La locuacidad de una niña sabia y enfática y el obrar entusiasta de un vagabundo de generosidad incurable se conjuntaron para hacerlos “desfacer entuertos” en dos universos dispares que en el fondo son uno solo: aquel en el que “lo urgente no deja tiempo para lo importante”, para decirlo con palabras de la chicuela argentina “que se hizo querer de todos”, un universo que enfrentan con un candor que no excluye la picardía y una irreverencia no exenta de corrección, un universo por el que “van con una sonrisa divertida por saber que desentonan con todo el mundo.”

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Mafalda y Charlot

Contestatarios y anticonformistas, Mafalda y Charlot, iconos indiscutibles del siglo XX, saben que por vivir en una época donde “lo malo de la gran familia humana es que todos quieren ser el padre” (Mafalda dixit), deben de enfrentar y cuestionar todo tipo de autoridad. De ahí que aboguen por la justicia social de un modo tan semejante que no parece que cincuenta años separen sus nacimientos. De ahí que en su denuncia a la inhumana mecanización del trabajo que refleja en “Modern Times” (1936), Charlot, de haber querido hablar, habría podido hacer suyo un memorable retruécano de Mafalda: “¿No será acaso que esta vida moderna está teniendo más de moderna que de vida?” De igual modo, el día en que Mafalda sentenció que “no es que no haya bondad, lo que pasa es que está de incógnito”, sin dudas tenía en mente a ese vagabundo enamorado que en “City Lights” (1931) era capaz de conseguir dinero para pagar la operación de la vista de una florera ciega sin esperar otra recompensa que la dicha de procurar la felicidad ajena.

La coincidencia se vuelve poesía al asegurar Mafalda que “cuando sea grande voy a trabajar de intérprete en la ONU y cuando un delegado le diga a otro que su país es un asco yo voy a traducir que su país es un encanto y, claro, nadie podrá pelearse ¡y se acabarán los líos y las guerras y el mundo estará a salvo!”, palabras lúcidas en las que reverbera el eco del mensaje final del vagabundo que bajo el ropaje de un barbero judío, y por una fortuita confusión, deviene en jefe de estado en “The Great Dictator” (1940):

“[…] Me gustaría ayudar a todos si fuera posible: a los judíos y a los gentiles, a los negros y a los blancos. Todos deberíamos querer ayudarnos, así son los seres humanos. Queremos vivir con la felicidad del otro, no con su angustia. No queremos odiarnos y despreciarnos. En este mundo hay sitio para todos, y la tierra es rica y puede proveer a todos. El camino de la vida podría ser libre y hermoso […]”.

La ingenuidad de las palabras del vagabundo son el reflejo del pacifismo estéril de un una época que pagó con dos guerras mundiales su inocencia.

Con Mafalda, hija de un tiempo desesperanzado y cínico, la inocencia se torna ironía, pero las preocupaciones siguen siendo las mismas.

De haberse conocido, quién sabe cómo se habrían llevado dos genios tan disímiles como el extrovertido Charles Chaplin y el circunspecto Joaquín Lavado (Quino), tan distintos además a las criaturas a las que dieron vida que de intercambiar sus destinos de demiurgos nadie notaría la diferencia. Por ello, se insiste, Charlot y Mafalda serían amigos entrañables, pues a pesar de que Mafalda jamás aceptaría a probar la “bota alla casseruola” que prepara el vagabundo en “The gold rush” (1925), menos aún la sopa en donde la coció, los acercaría su pareja visión del mundo, esa que ante la observación de la regordeta niña argentina de que “Hizo el Papa un nuevo llamado a la paz”, provocaría que la respuesta del hombre del bombín y del bigote de mosca tuviera indudablemente – si renunciara a su elocuente mudez– el sardónico desparpajo mafaldiano:

“Y le dio ocupado como siempre, ¿no?”

 

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