Las sucesivas muertes y renacimientos del Gabo

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Walter Ego - Sputnik Mundo
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Gabriel García Márquez, uno de los once hijos del telegrafista de Aracataca, murió el pasado 17 de abril en México; el escritor, sin embargo, lo había hecho mucho antes, acaso poco después de aquel 1967 en que Cien años de soledad, su novela más famosa, comenzara a venderse “en todas partes como salchichas calientes”.

De aceptar –como dijera alguien– que la coherencia es una virtud apreciable en el político, pero peligrosa en un artista; de admitir por estilo en García Márquez no sólo los estrechos límites de ciertos tropos recurrentes y una peculiar adjetivación, cabe concluir que la prosa “insólita y cautivante” del autor de Cien años de soledad derivó en sus novelas subsiguientes en la expresión del peligro que acecha a todo escritor de éxito: terminar parodiándose a sí mismo.

Luego de la novela que en 1967 lo hiciera famoso, García Márquez tiñó con su estilo cuanta historia pasó por sus manos. El tono –ese tono cuya consecución desesperaba a Flaubert– fue siempre el mismo. Si no supiéramos previamente que José Arcadio y Bernarda Cabrera son hijos de un mismo autor, poco importa: enseguida lo adivinaríamos. Las “ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines” de la esposa del marqués de Casalduero, bien podrían ser expelidas por el hermano descomunal del coronel Aureliano Buendía; el marqués de Casalduero y Florentino Ariza han sido vaciados en el mismo molde: el “talante lúgubre, la catadura sigilosa, la índole contemplativa” del primero emergen del aire desmirriado, el retraimiento y la vestimenta sombría del segundo; que ambos –por motivos diferentes– hayan optado por mantenerse vírgenes y hayan sido despojados “sin gloria” de su virginidad por mujeres sobre ellos acaballadas, no parece ser una mera coincidencia. El uso indiscriminado de la hipérbole, similares giros del argumento y de caracteres, si bien no le impiden ser cautivante, despojaron a la prosa garciamarquiana de la magia de lo insólito, la tornaron previsible.

Podré equivocarme, pero luego del fusilamiento no consumado de Aureliano Buendía en Cien años de soledad al inicio de la novela, del hallazgo del cadáver del dictador con que principia El otoño del patriarca, de la anunciada muerte de Santiago Nasar desde la primera página de la crónica de su asesinato, del suicidio de Jeremiah de Saint-Amour apenas comenzado El amor en los tiempos del cólera, de la mordida de un perro, que poco después sabremos rabioso, de que fuera víctima la hija única del marqués de Casalduero, deducir una clara vocación tanatológica en los arranques de las novelas de García Márquez no resultaba disparatado. Y aunque omití El general en su laberinto al rememorar los párrafos liminares de algunas de sus obras, no puede olvidarse que José Palacios, el ayudante de Bolívar, al encontrarlo en las aguas depurativas de la bañera, creyó por un instante que estaba muerto.

La voz de un autor no es intercambiable. García Márquez así lo declaró alguna vez. Sostengo, por mi parte, que sí es adaptable. El Mario Vargas Llosa de La guerra del fin del mundo no es el mismo de Pantaleón y las visitadoras, menos aún del Elogio de la madrastra, como no son los mismos el Alejo Carpentier de La consagración de la primavera y Concierto barroco. Cada obra, cada tema, ha demandado su voz. Recuérdese los Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante y el tour de force del asesinato de Trotski contado al estilo de José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Virgilio Piñera y Nicolás Guillén… Un mismo asunto, forzado a ser referido en disímiles tonos, termina por parecer cómico. Shakespeare, se sabe, no vaciló en revisitar temas y argumentos ajenos que sólo en su voz alcanzarán la inmortalidad. El propio García Márquez, tras dieciocho años de espera, concluyó la más célebre de sus novelas cuando se decidió a contarla tal como su abuela le contaba relatos de niño. Así, casi reinventó el español como lengua escrita, devolviéndole el vigor expresivo que años y años de práctica del oficio más solitario del mundo comenzarían a anquilosar.

De cualquier forma, más allá de los elogios y detracciones de ocasión, la muerte de Gabriel García Márquez “ha sido otra victoria mundial de la poesía”, como escribiera el colombiano sobre otro muerto ilustre. Y en otro siglo en que “los vencedores siguen siendo los que pegan más fuerte, los que sacan más votos, los que meten más goles, los hombres más ricos y las mujeres más bellas, es alentadora la conmoción que ha causado en el mundo entero la muerte de un hombre que no había hecho nada más que escribir para que sus amigos lo quisieran más”. Y definitivamente, junto a las canciones de Los Beatles, los libros de García Márquez serán acaso la única nostalgia común que tendrán padres e hijos “desde siempre y para siempre”.

 

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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