¿Nos sentimos mejor viendo sufrir a Estados Unidos?

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Los seres humanos tendemos a evaluar nuestro propio bienestar comparando nuestra situación con lo que ocurre a los demás.

Los seres humanos tendemos a evaluar nuestro propio bienestar comparando nuestra situación con lo que ocurre a los demás.

El filósofo alemán Arthur Schopenhauer suponía, con el pesimismo que le era propio, que la alegría que siente uno por las desgracias ajenas se basaba en el sentimiento de la envidia y era característica de la cultura europea. Hablaba de la “maldad diabólica” y consideraba que alegrarse de los males del próximo era el pecado más grave.

En Nueva York, todavía no azotada por el huracán Sandy había una instalación artística: al público se le proyectaban imágenes de sufrimiento físico de personas desconocidas, mientras que se grababan las expresiones de las caras de los espectadores. En la mayoría de los casos sus rostros reflejaban condolencia, amargura y compasión, a menudo, horror. Al parecer, ésta debería ser la reacción más natural ante la desgracia de otra persona. Sin embargo, muchos de nuestros compatriotas, al ver las afueras de Nueva York y Nueva Jersey, casi borradas por Sandy de la faz de la tierra, soltaban “ya tienen su merecido”.

Nueva York parece creada a propósito para albergar escenas de la Apocalipsis: está aquí el símbolo de la codicia mundial, Wall Street, la multitud lingüística de la Babilonia y los rascacielos. Si se precipitan los soberbios puentes, se inundan los túneles trazados debajo de los ríos Hudson y Este, la Manhattan que ahora parece ascender al cielo se volverá una simple isla cortada del resto del mundo. Es por esta razón por la que numerosas películas sobre catástrofes globales e invasiones de extraterrestres y monstruos fantásticos tienen por escenario Nueva York.

A lo largo de casi una semana, el huracán Sandy estuvo facilitando al mundo documentales sobre desastres naturales. Las reacciones que se ven en Internet en Rusia permiten llegar a la conclusión de que los usuarios estaban sintiendo lo mismo que los antiguos romanos que acudían en masa a presenciar la agonía de los gladiadores.

Tendemos a evaluar nuestro propio bienestar, comparando nuestra situación con lo que ocurre a los demás. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer suponía que la alegría que siente uno por las desgracias ajenas se basaba en el sentimiento de la envidia y era característica de la cultura europea, mientras que en Asia los budistas cultivan el saber gozar del bienestar y la prosperidad ajenos, como si de una verdadera virtud se tratara. Hablaba de la “maldad diabólica” y consideraba que alegrarse de los males del próximo era el pecado más grave.

En mi opinión, en cuanto a la maldad que nos infunde cualquier cataclismo que ocurra en Estados Unidos, dejamos atrás al resto del mundo. Los “patriotas rusos” los argumentan con que “se lo tienen merecido, por haber exterminado a los indios, torturado a los negros y ser el gendarme mundial”.

En los seis años que pasé trabajando en Nueva York, nunca he visto a ningún descendiente de los peregrinos que habían acudido en el ‘Mayflower’ a la costa de lo que más tarde sería Estados Unidos o de ningún propietario de plantaciones de los Estados sureños que pagara los pecados de sus tatarabuelos. El destino de los pueblos autóctonos de estos territorios, por supuesto, duele profundamente. Pero ¿acaso deberían redimirlo los actuales habitantes de Brighton Beach?

Trazando paralelos con la vida moderna, las pretensiones de Ucrania hacia Rusia por las penurias de las época estalinista deberían ser más que fundadas.

Parece lógico que precisamente un emigrante ruso, científico Leon Festinger, formulara a mediados de los años sesenta del siglo pasado, en plena Guerra Fría, la teoría de la disonancia cognitiva de la cual más tarde los psicólogos occidentales deducirían postulados curiosos. Así, se aseguraría que las desgracias y los males de un individuo de manera automática elevaban la autoestima de aquella gente que no estaba muy segura de sus logros y avances.

De modo que la maldad era más propia de personas con autoestima baja que de las gente capaz de sentir empatía.

En invierno pasado, cuando estuve escribiendo un artículo sobre el florecimiento anormal de los árboles en diciembre, la gente hacía la pregunta de si había que alegrarse o preocuparse. Los experimentos científicos, llevados a cabo por los psicológicos estadounidenses en 2006 demostraron que el espectáculo del sufrimiento físico de los que “han tenido su merecido” estimula la secreción por el cerebro masculino de la hormona de la felicidad, mientras que en el cerebro femenino no se detectaba dicha sustancia.

En cierta ocasión conocí en una provinciana ciudad una familia de rusos que habían emigrado de una de las repúblicas asiáticas. Se habían mudado de una forma muy organizada, habían vendido la casa y enviado las pertenencias personales por correo, que en aquellos momentos tardaba semanas cuando no meses en entregar el envío.

“La gente de por aquí nos recibió de una manera muy cordial, los vecinos nos traían cazuelas y sartenes, nos ofrecían almohadas, patatas y conservas varias, todos nos compadecían y su sentimiento parecía completamente sincero. Pero en cuanto vinieron los contenedores con nuestras cosas, todos nos dieron la espalda”, me contaba la mujer.

Llevamos dos siglos arrasando el país e intentando construir algo, cambiando guerras por revoluciones, dictadura totalitaria por “capitalismo asocial del tipo postsoviético” y nuestros “enemigos occidentales”, por alguna razón inexplicable, viven mejor que nosotros.

En cuanto a Nueva York, hay una noticia fresca relativa a esta ciudad. El gobernador del Estado por el Partido Demócrata, Andrew Cuomo, reconoció el pasado jueves que la megalópolis, de ocho millones de habitantes, que no es más que islas en el océano vinculadas con puentes y túneles, no está habilitada para afrontar los desastres naturales del nuevo milenio, del tipo huracán Sandy.

“Nueva York no está preparada para afrontar semejantes calamidades, dado que se construyó en otras condiciones climáticas. Lo que estamos presenciando hoy son resultados del calentamiento global, somos azotados por una tempestad tras otra. Es como si la madre naturaleza nos estuviera llamando a la puerta, anhelando comunicar algo importante”, señaló el político en una alocución televisiva.

Los expertos en climatología se muestran más comedidos, a pesar de haber señalado la existencia de formas híbridas de “huracano-tempestades” como consecuencia del calentamiento global en el Atlántico. En el momento de la formación de ‘Sandy’ la temperatura del océano Atlántico era cinco grados de la escala Fahrenheit más alta que la habitual, lo que en teoría pudo haber aumentado en un 10% la potencia del huracán.

Las hielos árticos se están derritiendo y a una velocidad bastante más rápida que la pronosticada por los expertos de la ONU. De modo que podrían hacerse realidad los vaticinios más sombríos, consistentes en que Nueva York desaparecería en un futuro bajo el agua quedando inundada más o menos hasta el nivel de la antorcha de la Estatua de la Libertad.

LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI

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