La investidura del presidente degenera en una ceremonia vana, si no hay competición de ideas y líderes políticos. La investidura o coronación de Dmitri Medvédev en Rusia marca el apogeo de la política del período putiniano.
La toma de posesión es un rito, el triunfo de la forma sobre el contenido. Un Estado, como organización de masas humanas, resulta inconcebible sin este tipo de ceremonias. Ahora bien, si se trata de un cambio del poder en una nación democrática, tal rito tiene por lo menos un significado importante: consagra la victoria de un político, con el respectivo conjunto de ideas y valores, sobre otro.
En Rusia acaba de subir al poder un hombre que, en realidad, no puede considerarse un vencedor porque no ha luchado con nadie. Nadie conoce cuáles son las ideas y los valores de Dmitri Medvédev, y pasó exactamente lo mismo con Vladímir Putin, cuando fue nombrado sucesor de Yeltsin. El qué va a pasar después, el cómo será el Gobierno del nuevo presidente y qué clase de valores va a defender son grandes interrogantes para la élite política, y más aún, para el ciudadano de la calle.
Cuanto ha dicho el nuevo gobernante en su discurso de investidura parece poco convincente, lo mismo que en el caso de Putin, porque sus palabras no reflejan una postura política individual ni tampoco la de un partido al que podría representar.
El zar traspasa el poder a su delfín y encima se queda al lado del trono, con las numerosas atribuciones del primer ministro y una vertical del poder diseñada a su medida. En cierto sentido, Rusia no está viviendo un cambio del poder. Podrá experimentarlo cuando en el escenario político quede un solo integrante del actual tándem Putin-Medvédev.
