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Barreras inversionistas ponen a Rusia y la UE en rincones opuestos. Vedomosti

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Funcionarios de la UE se han dedicado de lleno a la defensa de Europa contra inversiones indeseables. Peter Mandelson, comisario europeo de Comercio, propone reanimar la regla de la acción de oro para que los Gobiernos puedan mantener el control sobre empresas estratégicas independientemente de la participación que tengan en ellas y así impidan su traspaso a los fondos de inversión procedentes de terceros países.

 

Hace poco, el Parlamento Europeo avaló la idea de proteger la industria energética de Europa contra los inversores llegados de países que restringen la presencia del capital foráneo en el sector de hidrocarburos. Rusia no es el único blanco de estas medidas. Lo que preocupa a Occidente es la expansión de las economías emergentes en general, y en primer término, las de China e India. Con todo, el tema de la simetría en relación con Rusia parece lógico, porque esta última también se empeña en formalizar las restricciones vigentes. A la Cámara baja del Parlamento ruso se presentó la semana pasada la Ley de inversiones extranjeras en sectores estratégicos.

Paralelamente al telón de acero que Rusia y la UE van construyendo en materia de inversiones recíprocas, se está acentuando la crisis del sistema de seguridad en el Viejo Continente: EEUU quiere instalar elementos de su escudo antimisiles en Polonia y República Checa, mientras que Rusia ha anunciado ya la moratoria sobre el Tratado de Fuerzas Armadas Convencionales en Europa (FACE). Conste que la integración económica y las inversiones también forman parte del sistema de seguridad global porque generan una relación de interdependencia. Las barreras inversionistas, en cambio, colocan a Europa y a Rusia en rincones opuestos y relegan los intereses económicos a un segundo plano.

La crisis diplomática entre Londres y Moscú demuestra que las "respuestas simétricas" no hacen sino agravar el problema, pues cada parte evalúa a su manera el grado de simetría a la hora de reaccionar.

El buen sentido común debería ayudar en la creación de un sistema de incentivos capaces de allanar el camino a las concesiones mutuas. La integración económica de Europa después de la Segunda Guerra Mundial es uno de los ejemplos más elocuentes en este sentido. La actual renuncia a los procesos integracionistas, la vuelta a las restricciones del pasado y la crisis de la globalización en general testimonian que el sentido común empieza a escasear en el mundo contemporáneo. Para entender las posibles consecuencias que ello comporta, basta con recordar la historia de Europa y Rusia en la etapa previa a aquella guerra: donde desaparece el buen sentido común, todo suele volverse inhumano.  

 

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